Asesinato de un periodista

Héctor Abad Faciolince
21 de octubre de 2018 - 01:30 a. m.

Vamos a suponer que Daniel Coronell va al consulado de Colombia en México a solicitar un documento y allí, cordialmente, le dan una cita para que vuelva por él en una semana. A los ocho días regresa Coronell al consulado y antes de entrar le dice a su novia: si no me ves salir pronto, avísales a las autoridades mexicanas. Coronell no sale del consulado y no se lo vuelve a ver. Ese mismo día, en tres vuelos privados y comerciales, han llegado a México 15 integrantes de los servicios secretos colombianos, entre ellos tres de los guardaespaldas personales del presidente. Con ellos viaja también un médico, el jefe de Medicina Forense del país. Los 15 entran al consulado antes de Coronell y salen de allí, en distintos carros, tres horas después de la entrada del periodista. Ese mismo día se van del país.

Coronell me perdonará que haya usado su nombre en esta historia, que por suerte no ha sucedido aquí. Lo hago simplemente para que los lectores colombianos entiendan mejor. Estoy contando, en realidad, la historia de Jamal Khashoggi, un periodista saudí que, cuando le fue prohibido seguir escribiendo en Arabia Saudita, se trasladó a la capital de Estados Unidos y empezó a escribir sobre el Medio Oriente en el Washington Post.

Como Khashoggi tenía una novia en Turquía pasaba también tiempo en Estambul. De hecho el certificado que fue a pedir al consulado de su país en Estambul era un papel para poderse casar. Khashoggi desapareció el pasado 2 de octubre, dentro del consulado; el día 13 de este mismo mes iba a cumplir 60 años; no los llegó a cumplir: según las autoridades turcas, los servicios secretos saudíes lo torturaron (le arrancaron los dedos), luego lo degollaron, lo decapitaron y lo descuartizaron (con ayuda del médico forense) para hacer más fácil la desaparición del cadáver. Dicen que llevaban, para cortar músculos y huesos, una sierra quirúrgica especial.

En sus escritos, Khashoggi pedía la libertad de mujeres que habían abogado por sus derechos en el país y llevaban años en la cárcel; denunciaba los casos de periodistas silenciados o encarcelados; contaba cómo a ellos y a sus familias se les impedía salir de Arabia; pedía que hubiera libertad de expresión; se atrevía a criticar al príncipe heredero, Mohammed bin Salman (MBS), y a denunciar que en los países árabes no hay libertad de información. Pedía que en Occidente se creara una radio de onda corta en árabe para informar en Arabia lo que sucedía allá y en el mundo exterior. Explicaba las limitaciones de la gente corriente para tener acceso a las noticias a través de Internet.

Un crimen tan horrendo, una salvajada cometida a sangre fría con sevicia repugnante, tendría que despertar el repudio del mundo entero. Algo de esto ha habido, pero la chequera que tiene en sus manos MBS, con cientos de miles de millones de dólares para invertir en las grandes empresas de Occidente, provocan cierta reticencia para denunciar el régimen opresivo y cínico de Arabia Saudí. MBS promete inversiones en Estados Unidos, Japón y Europa; MBS mantiene razonablemente bajo el precio del petróleo; MBS paga con millones de dólares a lobistas, exministros, expresidentes y funcionarios de grandes compañías. El primer país visitado por Trump luego de posesionarse fue Arabia Saudí. Y Trump mismo, en un principio, se puso de parte del gobierno saudí, atribuyendo a “ruedas sueltas” el crimen de Khashoggi; hasta insinuó que el asesinato podía ser un invento de la prensa para socavar el nombre de su aliado y amigo. Ante las evidencias, hasta Trump ha empezado a titubear.

Si el horrendo crimen de MBS no tiene consecuencias, a pesar de la saña y la malevolencia de este asesinato, no sería la primera vez en la historia que esto ocurre. Los soberanos muy ricos gozan de impunidad para matar a todo aquel que les molesta. Matar un periodista en Arabia Saudí es como espichar un zancudo que zumba. Sale un poco de sangre y todo se olvida: al menos el periodista dejó de zumbar.

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