Asfixiados

Piedad Bonnett
08 de abril de 2017 - 02:30 a. m.

En entrevista reciente, el expresidente de Uruguay, José Mujica, gran reivindicador del olvidado sentido común, afirmaba: “El trabajo es lo que sostiene todo lo material de la vida, pero la vida humana no es sólo para trabajar. Merece vivirse, y eso es tener tiempo. Tiempo para cultivar los afectos (…) Ese tiempo no te lo pagan, pero te genera afectos (…) al fin y al cabo, la única riqueza importante. Todo lo que digo es elemental, pero se olvida”. De inmediato pensé en el diagnóstico del filósofo Byung-Chul Han, para quien el mundo “tardomoderno” se ha convertido en “la sociedad de rendimiento y actividad” y su animal laborans en un ser “hiperactivo e hiperneurótico”.

Y también pensé en el estudio de la revista científica Research Policy, según el cual “la prevalencia de los problemas de salud mental es mayor entre estudiantes de doctorado que en el resto de la población”, hasta el punto de que uno de cada dos experimenta estado de angustia y uno de cada tres está en riesgo de sufrir un desorden psiquiátrico. Y ni hablar del nivel de suicidios. La causa está más que diagnosticada: cargas altísimas de trabajo, competitividad insana —a veces en culturas a las que es difícil acomodarse y en condiciones económicas estrechas— temor al fracaso y, para acabar de ajustar, el estrés de responder a programas costosísimos o a la exigencia de obtener notas altas que demanda una beca.

Todo el mundo tiene fórmulas para ayudar a una persona que sufre estrés a causa de presiones desmesuradas, pero a casi nadie se le ocurre poner en duda la razón de ser de los sistemas que lo desencadenan. El problema, por supuesto, no está en escoger hacer un doctorado (aunque cada vez más hay quien lo adelanta obedeciendo a la presión social: “sin posgrado no eres nadie”), sino en la desmesura de la carga de trabajo, que obliga a estudiantes de posgrado a recluirse en cubículos y bibliotecas hasta el punto de desconectarlos del mundo de “afuera”, restringiendo su vida social y familiar y entristeciendo sus mejores años. Yo me pregunto si leer seis libros en una semana, cosa que he visto, tiene algún sentido. La razón natural, como se decía antes, indica que eso nadie puede hacerlo, por lo menos bien hecho. No se trata de promover el relajamiento, pues el rigor y la disciplina son inherentes al aprendizaje, sino de darle al estudiante el tiempo que necesita para eso que se llama vida, que incluye reflexionar pausadamente sobre lo que lee y relacionar lo que aprende con lo que ve.

Lo malo es que estas presiones empiezan mucho antes: niños compitiendo para entrar al preescolar, padres que agobian a sus hijos con toda clase de actividades extracurriculares, y horarios infames, como denunció José Fernando Isaza, quien se preguntaba qué sentido tiene que un niño deba levantarse a las cinco para poder llegar a clase a las siete. Lo raro es que en sociedades donde el placer es promovido en todas sus formas, sobre todo en las más banales y estúpidas, no se aspire a que estudiar, en cualquier| tiempo y lugar, sea una ocasión de felicidad y plenitud. Pero es que el capitalismo nos convenció de que la vida es una maratón donde cada carrera que ganamos tiene como premio otra carrera, para parafrasear el poema de Blanca Varela.

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