Costas extrañas

Así se somete a alguien sin mover ni un dedo

J. D. Torres Duarte
15 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

Es incomprensible cómo el narrador de Bartleby, el escribiente resiste el ímpetu que lo llama, con cierta frecuencia, a agredir a Bartleby.

Bartleby es un nuevo miembro en la oficina de un abogado de sesenta años —o cercano a los sesenta años— de Wall Street, el narrador de esta historia de Herman Melville. A pesar de que está habituado a convivir con subordinados excéntricos, el viejo abogado se encuentra de repente desorientado ante el recién llegado. Cada vez que le solicita un favor o le da una orden, Bartleby responde con absoluta serenidad: “Preferiría no hacerlo”.

En la mecánica laboral, su respuesta es un auténtico desafío. Bartleby desobedece, sin removerse sobre su puesto ni demostrar consciencia sobre su atrevimiento. La desobediencia es más bien una necesidad natural, que impulsa al viejo abogado, en principio confundido, a una ternura muy singular. “Pero había algo en Bartleby que no solo me desarmaba de una manera extraña, sino que me enternecía y desconcertaba de un modo asombroso”.

Nadie podría conmoverse ante Bartleby, mucho menos quererlo. “No hay nada que exaspere más a una persona seria que una resistencia pasiva”, recuerda el abogado. Como Bartleby repite su frase perentoria sin el menor asomo de inseguridad, con la misma resolución de piedra que tiene el rostro de Buster Keaton, es imposible dudar de sus razones, aunque nunca las mencione. Bartleby, a pesar de su aspecto frágil, de su aparente melancolía, es casi una deidad inquebrantable que no le debe una explicación a nadie.

No es humano: no bebe, apenas come, carece de compañía. El viejo abogado dice: “Era el eterno centinela del rincón [He was a perpetual sentry in the corner]”.

La serenidad, unida a la falta de vergüenza y a la confianza, aterra incluso a los más firmes. Bartleby resiste con pasividad ante el sistema continuo e imparable de la abogacía y, en general, del trabajo. No hará más que aquello que le corresponde: copiar algunos documentos. De él, el mundo no podrá solicitar más.

Sin embargo, su resistencia se convierte en opresión cuando el viejo abogado, que es noble y se inclina por la caridad, es incapaz de ver en él a un hombre malvado. Al contrario, tiene la convicción de que Bartleby es un hombre atormentado por la soledad y la tristeza. Entonces Bartleby, que hasta ese momento era una excepción a la regla, se convierte en la regla y modifica todo a su gusto: el trabajo que prefiere evadir se le designa a sus colegas Nippers, Turkey o Ginger Nut; la oficina reconoce como un mandamiento tácito que Bartleby no hará nada más allá de sus fronteras, e incluso, cuando decide que lo mejor es despedirlo, el viejo abogado toma la resolución de dejar él las oficinas antes que forzar a Bartleby a abandonarlas.

El mundo se ajusta al escribiente sin que el mundo sepa por qué. El viejo abogado anota en las últimas páginas del relato: “[…] obedeciendo otra vez a ese extraordinario dominio que el inescrutable escribiente ejercía sobre mí, dominio del cual, a causa de mi irritación, no podía escapar del todo […]”. Quisiera añadir: un dominio que tampoco podía entender. Bartleby es como los agentes que capturan a Josef K.: sin causas precisas, actúa sobre las vidas ajenas hasta el punto de modificarlas. El viejo abogado, por ejemplo, guarda siempre la esperanza de que Bartleby responderá pronto con entusiasmo a las reglas comunes; sus colegas comienzan a usar con frecuencia la palabra preferir casi sin notar que fue Bartleby quien impuso ese cambio. No hace nada y hace todo.

Su dominio continúa a pesar de que recorre el camino opuesto al del viejo abogado. Mientras el viejo abogado crece en su negocio, y parece cada vez más enérgico, Bartleby trabaja en principio con ahínco sólo para renunciar casi enseguida —y sin razón, por supuesto— a sus actividades. Mientras el viejo abogado, a pesar de su respuesta, se vuelve más caritativo y piadoso con el escribiente, Bartleby recurre ante él a una indiferencia cada vez más impenetrable, solitaria y tosca. Convencido, el viejo abogado progresa; el escribiente, en cambio, recoge sus pasos y sus palabras —parece a gusto mirando un muro a través de la ventana por horas—, y recula sobre su silencio.

Los personajes de Beckett se parecen a Bartleby; también los de Camus, al menos Meursault en El extranjero (¿o El desconocido o El invasor?). En medio de su sombría apatía, como en el caso de Beckett, Bartleby produce risa: de repente, el hombre más recto y metódico de la Tierra, un abogado de Wall Street, debe dilucidar cómo tratará la amenaza de un hombre que en realidad nunca mueve un dedo.

Y fracasa.

CODA: La mujer zurda de Peter Handke tiene ese aire que ostentan los clásicos. Es una lectura que obliga a la relectura. Son una lástima los precios de la editorial que lo publica, Alianza: $63.000 por un libro que tiene poco más de cien páginas (y ningún agregado editorial que lo justifique) es un abuso. En cualquier caso, se puede acudir a la Luis Ángel Arango o a cualquier otra biblioteca pública.

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