Pazaporte

Atravesar la noche

Gloria Arias Nieto
03 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Tenemos tantos egoísmos, tanta ignorancia doctorada, que todavía muchos no entienden que disenso y protesta son legítimas facultades de las sociedades con criterio. Atajar la inequidad es derecho y deber humano, colectivo y genuino; y presionar por la paz no es un capricho: es creer que sana más la reconciliación que la venganza.

El vicio de estigmatizar es más perverso y dañino que los declarados ilegales, y muchas veces son los INRI, las palabras y no las manos, las que tiran del gatillo.

No se equivoquen: no hay que ser comunista ni insurgente para que a uno le duela que, por abuso de la Fuerza Pública, un muchacho no reciba el día del grado su diploma de bachiller, sino un turno prioritario a la sala de autopsias. Tampoco hay que ser socio de Mussolini para deplorar que cojan a ladrillazos a los policías. Vuelve y juega: la violencia es un asco, venga de donde venga y vaya a donde vaya. Y es aún más censurable cuando se ejerce desde un cargo y oficio de poder, sin medir proporcionalidad ni consecuencias, y con el respaldo de una licencia que se dio para proteger vidas, no para acabarlas.

A la hora de enviar esta columna el paro continúa; y seguirá si el Gobierno insiste en su terco monólogo de autoalabanza. Así se nieguen a reconocerlo, la patria sigue siendo patria, pero ya no es boba; la violación de los derechos humanos no es un mito urbano, y el campo no es más el tierno retablo de montañitas verdes con vacas pastando, sino un complejo escenario donde se mezclan inequidad, bombardeos, terratenientes, invasores, desplazados y explotadores; ríos de colores y de mercurio; una tierra llena de ausencia, con el olvido sembrado en cada surco.

Pero no hay mal que dure 100 años y nos hemos ido despertando. La irreverencia les pisa los talones a los dogmatismos; aprendimos que las mordazas no van con nosotros, y podríamos perdonarnos muchas cosas, menos consumirnos en el silencio de los inocentes. Ojalá Duque se dé por enterado y rompa esa burbuja de plomo y jabón en la que lo metieron para que otros pudieran gobernar en cuerpo ajeno.

Último párrafo: conocí hace una semana la vereda (antes ETCR) de Agua Bonita, Caquetá. Hombres y mujeres que militaban en las Farc viven allí sin más armas que las necesarias para cultivar las piñas más dulces del mundo y reaprenderse en modo paz. En Agua Bonita es palpable el sentido de comunidad; los niños corren libremente, sin peligros; las ventanas de las casas permanecen abiertas, y las fachadas están llenas de murales, de alegorías y memoria. Se teje la vida en medio de lo precario, lo afable y lo sencillo; entre comedores, escuela, cultivos, biblioteca, zapatería, canchas y tiendas. Caminar de noche no da miedo, da estrellas en el cielo.

El movimiento DLP (Defendamos la Paz) y excombatientes de las Farc de verdad decididos a no volver nunca más a la guerra, celebramos los tres años del acuerdo del Teatro Colón: bailes de niños, artistas, el mural que reafirmó el compromiso, compañía de la ONU y embajadores; un partido de fútbol entre policías y exguerrilleros, las primeras luces de Navidad y un prolongado abrazo entre víctimas y victimarios de El Triunfo, corregimiento arrasado por la guerra y reconstruido por la reconciliación.

Los bebés de Agua Bonita, ya hijos de la paz, no vivirán los horrores que vivieron sus padres. Con esa imagen y ese compromiso, subí al avión que atravesó —como se atraviesa el camino hacia el fin de la violencia— las nubes y la noche.

ariasgloria@hotmail.com

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