Autocrítica

Guillermo Zuluaga
15 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

En estas fechas mucha gente busca culpables sobre la actual situación de Colombia: desde el presidente hasta el Congreso, pasando por las cortes de justicia, las fuerzas armadas, los mandatarios locales. A todos les echamos la culpa, y todos le echan la culpa al otro, evadiendo cualquier posible responsabilidad.

Normalmente al Ejecutivo se le cobran mayores responsabilidades. Desde las cargas impositivas que con eufemismos nos mandan a los contribuyentes, hasta la muerte de líderes sociales en la geografía colombiana. Al Congreso se le carga su desidia para liderar propuestas de avanzada para los colombianos, como también la corrupción y el escaso interés por participar de los debates. A las cortes se les endilgan sus carruseles y sus puertas giratorias, como también que sus veredictos y sentencias casi siempre favorecen a los más privilegiados, dando razón a Alfredo Molano cuando afirmaba que la justicia es una culebra que solo pica a los descalzos. A los gremios económicos se les sindica porque miden siempre en términos de utilidades y no ven la hora de sacar sus jugosos recursos hacia paraísos fiscales, no obstante que el poder les entrega leyes y más leyes, supuestamente para crear y mejorar empleo.

Y es curioso cómo en ese mar de culpables, sobreaguan y muchas veces pasan de agache los medios de comunicación. Esos mismos donde uno soñaba con trabajar para ayudar, desde el oficio, a mejorar un poco esta sociedad. Eran parte de la utopía, o el camino a la utopía. Sin embargo, con el paso de los años, los medios, que antes ni aparecían en el listado de las instituciones desprestigiadas del país, poco a poco asoman la cabeza, pues gracias a las redes sociales, la opinión pública, cada vez más pública, ha ido entendiendo su papel. Los grandes medios, como se diría en el argot popular tiran la piedra y esconden la mano. A veces fingen ser solo canales entre los poderosos y la mayoría del pueblo colombiano que vive, o sobrevive a sus decisiones y actuaciones; y también a veces se proclaman canal por medio del cual “los de abajo” hacen saber de sus clamores a quienes están allá arriba y puede contribuir a solucionarlos.

No es del todo cierto, sin embargo. Los medios de comunicación también han hecho su aporte para que el país no vaya por rumbo cierto. Han sido verdaderas cajas de resonancia de los poderosos y a veces no han estado a la altura de las grandes coyunturas del país. Por ejemplo, al no hacer filtro sobre lo que dicen ciertos personajes o instituciones, valga recordar el papel jugado en los días previos al Plebiscito para el Acuerdo de Paz: los medios sacaban información de ciertos grupos que decían que aquel propendía por una ideología de género o que el país sería entregado a las Farc, o que los cabecillas de la exguerrilla no pagarían nada por sus crímenes. ¿Por qué los medios de comunicación, sabiendo que el Plebiscito no hablaba de esos temas, hacían eco de esos personajes? Considero que olvidaron que deben ser el fiel de la balanza entre la libertad de expresión pero también del derecho de la gente a tener una información veraz y verificable, y no simplemente abrir micrófonos y cámaras a personajes que, valiéndose de falacias, de pirotecnias verbales, iban detrás de intereses electoreros.

Igualmente, en esa línea, los medios de comunicación han contribuido a nuestro clima de enervación, gracias al lenguaje utilizado. Muchas veces han hecho juego y se han contagiado del lenguaje virulento de las fuentes; muchas de ellas más generadoras de odio que de esperanza. Así mismo, desde las redacciones han contribuido con el apocamiento del lenguaje, en esa búsqueda de competir con las redes sociales, de generar unos posibles nuevos lectores. Hace tiempo la titulación de los medios dejó de ser un arte, un anzuelo para la lectura, y entregaron su creatividad más a la generación de una expectativa basada más en el morbo o la melosería. Basta mirar por ejemplo este periódico -que generoso me abre sus páginas- para entenderlo: uno de los verbos más utilizado en los titulares de los últimos años en sus páginas ha sido: “arremeter”.

En un país donde la gente se mata por tan poco, donde la vida cada vez vale menos, quizá los medios de comunicación olvidaron que deberían aportar desde la construcción de una terminología que ayude más que, a abrir nuevas heridas, cicatrizar y a cerrar unas que vienen desde mucho tiempo atrás.

Los medios pues han caído en una trampa: competirles a las redes sociales. En vez de ser ellos quienes “tiren línea”, quienes “fijen agenda”, muchas veces se alimentan de lo que dijeron ciertos personajes en sus perfiles de las redes y las retoman y simplemente alargan una información que ya la gente pudo leer en 140 caracteres o en una imagen o un video, y alimentan un poco la “información contando las “reacciones” de algunos ciberlectores, cuando también ellos pudieron hacerlo los mismos seguidores de esos perfiles o páginas. La lógica pues sería que las redes se alimentaran de las historias interesantes, novedosas, bien escritas de los medios. Pero al parecer lo menos lógico de estos tiempos es la lógica, y ello también aplica para los medios de comunicación.

Pero también, los medios–y eso es entendible- han dedicado páginas y espacios a destacar las labores de mandatarios regionales y locales. Y si bien, hay que entender que los mismos tienen que sobrevivir, es lamentable que muchas veces no han discriminado la información y lo que podrían ser publirreportajes aparecen como información normal, dado que muchas veces los receptores no tienen conocimiento de esa forma de publicidad solapada.

Quizá por ello, cada vez más personas prefieren informarse en las redes sociales. Paradójicamente, cobra más fuerza aquello de que hay que estar bien informado antes de entrar a los medios para no caer en los fake news, para no ser víctima de publirreportajes, o para no sentir que el rol de los medios cada vez es menos aportante. Quizá por ello, también muchos excelentes periodistas –que han tenido que ceder sus espacios a los community managers y jóvenes con capacidad de interactuar con las nuevas tecnologías de la información- han sido despedidos porque son caros y porque tienen la cerviz muy recta, y han tenido que optar por dedicarse a escribir libros, armar sus blogs o dedicarse a asuntos para nada relacionados con el periodismo.

Ahora bien, los medios no son robots, ni entes autónomos: son manejados, alimentados por periodistas, y también nosotros hemos aportado a la crisis: cada vez nos refugiamos más en la zona de confort de la internet y entonces hemos dejado a un lado la reportería, la conversación, la observación, la investigación; igualmente, a veces nos dedicamos a ser portavoces y solo leemos los comunicados de prensa, pasando por alto que, más que información lo que entregan es propaganda. Como si fuera eso poco, nos sentimos halagados con atenciones que nos hacen los poderosos con sus invitaciones a fiestas, almuerzos y cenas donde la línea de la objetividad se va adelgazando. Los periodistas de estos tiempos hemos dejado de ver el periodismo como un apostolado, como un servicio social y como una posible talanquera contra los excesos del poder. Poco a poco nos hemos creído el cuento de que somos el cuarto poder, y nos sentamos a manteles.

Valdría en estos momentos volver sobre la reflexión del maestro Javier Darío Restrepo para quien el periodismo “es ante todo una actividad de la inteligencia”; que tiene como objeto “obtener información, procesarla para convertirla en conocimiento y compartirla de forma eficaz”.

A pesar de esas alertas, hay que decirlo: lejos, pues, está aquella manida frase de Camus, de que el periodismo es el oficio más bello del mundo. En estos tiempos pareciera que el adjetivo “bello” podría cambiarse por frívolo. O inútil. Y entonces, hoy, justamente, surge la inquietud de si vale la pena seguirle apostando a esta utopía…

 

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