Banksy y el arte de comprar votos

Carlos Granés
09 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

El famoso grafitero Banksy, de rostro desconocido pero inconfundible estilo, lanzó una interesante oferta a los votantes de Bristol que el día de ayer, jueves 8 de junio, debían concurrir a las urnas para elegir el nuevo Parlamento británico. Todos aquellos que le enviaran un comprobante de que su voto había ido en contra del partido de la actual primera ministra, la conservadora y brexiter Theresa May, recibirían a cambio un grabado con una de sus reivindicativas imágenes.

La noticia encendió las alarma de la policía y Banksy tuvo que retirar su oferta. Al fin y al cabo, lo que proponía era una vulgar y tercermundista compra de votos. Pero más allá la anécdota, lo interesante del caso es que Banksy estaba cambiando los términos de una vieja alianza que existe entre la cultura y la política.

Desde principios del siglo XX, y en especial después de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución Rusa, arte y política se religaron hasta hacerse indiferenciables. Es un lugar común mencionar a Walter Benjamin para tratar de esclarecer este fenómeno. El viejo marxista detectó que las imágenes de la sociedad moderna, fácilmente reproducibles mediante las cámaras, habían perdido el aura que les daba autenticidad y autonomía. Desterradas del museo, su nicho original, y puestas a circular de mano en mano por las calles, fueron a caer en el campo de la política.

Aunque lúcido en su análisis, Benjamin no fue el primero en darse cuenta de que el destino del arte del siglo XX era fundirse con la política revolucionaria. A comienzos de la década de 1920, el peruano José Carlos Mariátegui vislumbró un proyecto marxista para América Latina que dependió del arte para expandirse y filtrarse en las conciencias. Mariátegui tenía en mente un socialismo que no contemplaba al proletariado como agente revolucionario sino al indio. No se trataba sólo de reemplazar a un actor urbano por un actor rural. Mariátegui estaba interesado en despertar el mito incaico, sobre todo el mito del comunismo primitivo, previo al ruso, y para ello debió sumar el indigenismo al marxismo. Sabía que las ideas podían asimilarse mediante la razón, pero más importante le parecía la fuerza religiosa del mito; un mito que mezclara lo más novedoso con lo más arcaico, lo más cosmopolita con lo más peruano; capaz de regenerar espiritualmente y transmisible a través del arte.

Si alguien creyó en el poder de la cultura para promover una revolución latinoamericana, ése fue Mariátegui. Y seguramente, de haberse enterado de la propuesta de Banksy, habría puesto el grito en el cielo. No se trataba de eso, Banksy, le habría dicho; no se trataba de convertir el arte en una mercancía con la cual, al peor estilo capitalista, mercadear voluntades. Se trataba de rescatar mitos, de crear valores, de inventar nuevas formas de vivir y de hacerlas palpables a través de la cultura.

El que haya sido justo Banksy, uno de los artistas políticos más perspicaces y agudos, quien estuvo tentado a usar este truco es síntoma de que el arte empieza a abandonar el campo político que le dio refugio cuando la reproductibilidad le robó el aura para instalarse en el de la economía.

Hoy se hace mucho arte político. La pregunta es si lo que importa es la efectividad o el valor agregado del mensaje.

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