Desde los inicios de sus respectivos gobiernos, Iván Duque y Donald Trump han sido caricaturizados como bebés. Cada uno, sin embargo, obedece a una versión de bebé diferente. Nuestro bebé se presenta cándido, disipado, necesitado de guía y, por lo mismo, insuficiente. De ahí que muchos se sientan en un desgobierno y lo llamen “subpresidente”. El bebé del norte es más bien malcriado y berrinchoso. Bebé Trump juega golf, apuesta con el mundo como si estuviera en un casino y, cuando algo no le gusta, grita, humilla y patalea. Obviamente es un lío tener Ejecutivos de tales características. Sus liderazgos son vergonzosos, por decir lo menos. Lo que no es tan claro es por qué son tan diestros en desconcertarnos.
El arquetipo del bebé-presidente al estilo Trump es persuasivo por lo mismo que es efectiva la pataleta de un bebé: por cansancio. Unos padres se resisten, otros ceden y otros los ignoran; pero si la cosa se va para largo, es probable que el pequeño crío se salga con la suya. El adulto queda trastornado por no poder calmar la pataleta del bebé. Es como si la atención se saturara y del mismo grito el pensamiento se rebosara. El lenguaje es normativo: tiene un orden y unas reglas. Si alguien pregunta, el otro responde. Pero si alguien pregunta y el niño-presidente balbucea, patalea o manotea, el adulto queda sentado. ¿Cómo se le obliga a un infante a que juegue con las reglas todos? ¿Cómo se le obliga a entrar al juego?
El bebé Duque es más dócil, más calmado y quieto. Pero, por lo mismo, también es desconcertante. Es difícil tener a un presidente que cree que la presidencia no es con él. Sí, ha sido duro que Uribe no haya querido abandonar el puesto y se haya creído uno con el destino del país. También ha sido duro que Santos quisiera el puesto para su gloria postrera, su biografía y su Nobel. Pero más duro es tener un presidente que no sabe bien ni cómo llegó ahí. La suya también es una infantilización durísima de la política. Si no le hubiera llegado el virus, ¿cuál sería el norte de su gobierno? ¿Destruir el proceso de paz? Bueno, ¿y qué más? ¿Qué más quiere? ¿A qué le está apuntando? ¿Con qué sueña?
Justamente esto es lo que nos desconcierta de nuestro presidente: no sabemos bien a qué juega. Sí, ayuda a sus amigos y los pone en los puestos. Sí, obedece a Uribe. Pero qué más, qué busca, qué lo motiva. Cuando lo veo esas horas eternas en televisión, estas preguntas me llenan el pensamiento. A veces creo que no está pensando en nada. Algo así como Homero Simpson. Pero cuando veo su cinismo frente al sufrimiento de los líderes sociales, frente a las protestas campesinas y estudiantiles, frente a los más vulnerables, creo que eso de niño simpático es una mera pose. Y al rato pienso: no puede ser tan buen actor. Imposible. Vuelvo al desconcierto. Allí es donde nos atrapan los niños-presidentes: se nos va el tiempo mirándolos, se nos pasa el día, no hicimos nada y ahí van los países a la deriva.