“Black Friday”

Héctor Abad Faciolince
24 de noviembre de 2018 - 03:35 a. m.

Cuando yo era niño, adolescente, adulto, no existía el Black Friday. El tal viernes negro empezó a existir en mi cabeza cuando ya esta se cubrió totalmente de canas. No es una tradición nuestra, como podrían ser el Viernes Santo o el Día de las Velitas. Nos viene del norte, de la cultura dominante, y tiene que ver con unas fechas que en Estados Unidos se convierten en un puente de jueves a domingo. La historia, o el mito, es que en octubre 1621 los peregrinos que emigraron a Norteamérica huyendo de las persecuciones religiosas en Europa recolectaron su primera cosecha en el nuevo mundo y, al ver que esta era buena, resolvieron que el cuarto jueves de noviembre le darían gracias a Dios por los buenos frutos de la tierra: Thanksgiving, día de acción de gracias.

El cambio de las estaciones le da a la vida una especie de ritmo ritual: hay tiempo de plantar, de cosechar, de celebrar. El trigo y el heno ya están en los graneros, los pavos ya están gordos a reventar y más vale comérselos: hagamos una gran cena de celebración. Allá en el norte, donde hay otoño e invierno. En estas montañas del trópico nuestros montañeros plantaron en octubre o en enero y cosecharon el maíz o la papa en el mes que las plantas maduraron. Aquí el clima (polvo en verano, barro en invierno) nos da muy pocas señas y más o menos en las fechas que le da la gana: se vive en una especie de perpetuo presente. No tenemos el hábito de mirar hacia atrás ni tampoco hacia adelante. El clima es caprichoso, impredecible, y sus accidentes son extremos: un día tenemos todo; al otro día todo se lo tragó el vendaval, la peste o el incendio.

Y sin embargo a mi correo llegan avisos de que hoy es Black Friday y que si compro hoy o mañana o el domingo tal cosa o tal otra, me saldrá mucho más barata que el resto del año. La fiesta religiosa, entonces, que celebraba la buena cosecha, ha sido absorbida con los siglos por una fiesta distinta, de la religión dominante de finales y principios del milenio: una fiesta del comercio, del consumo. Si compras y tienes cosas, serás feliz. Si puedes gastar en algo más que comida estás demostrando que te sobra plata y por lo tanto debes sentirte satisfecho. Tu cosecha consiste en salir y llenar muchas bolsas con compras.

Me hago un propósito: este fin de semana de viernes negro, por mucho que me ofrezcan mil rebajas, no voy a comprar nada. No, no me creo un santo ni un asceta y tampoco me creo más o menos que nadie. Yo también participo del comercio, yo también compro y vendo (libros, historias, artículos, palabras), no puedo declararme ajeno al sistema capitalista. Estoy, como casi todos, metido en él hasta el cuello. Pero trato de ser consciente, trato de que no me arrastre una corriente, como la de un río, que me lleva de la argolla de la nariz hasta el templo moderno, el centro comercial, y me impulsa a comprar cosas que no necesito. Sé que esto es lo que mantiene aceitado el engranaje, y que si muchos no compran otros muchos no comen. Lo sé, y sin embargo me abstengo. Espero, miro, estoy quieto. Los tales viernes negros me dan ganas de estar quieto, muy quieto y en silencio.

Aspiro a comprender qué soy y por qué hago las cosas. No quiero ser un autómata que obedece a una serie de estímulos exteriores que provocan en mí una descarga hormonal o neuronal, la cual a su vez me lleva a una respuesta que casi siempre se traduce en un clic, que produce unos bytes, que hace que de repente los números negros de mi cuenta de ahorros se conviertan en números rojos. El viernes negro es rojo para mí. Un semáforo en rojo. Una señal de stop: me quedo quieto.

 

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