Blindaje internacional

Arlene B. Tickner
20 de marzo de 2019 - 03:00 a. m.

Desde su apertura, en 1997, la relación entre la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos y los gobiernos de turno ha sido difícil. De allí que sorprende poco la exagerada reacción del ministro de Relaciones Exteriores y del embajador de Colombia ante la ONU a las declaraciones del representante Alberto Brunori, a quien acusaron de atrevido y apartado de la posición del secretario general Guterres por afirmar —dentro del marco de presentación del último y sombrío informe sobre derechos humanos en Colombia— que la construcción de una paz estable “depende de la urgente sanción y promulgación, sin más dilaciones, del proyecto de Ley Estatutaria de la JEP”.

No obstante, el momento actual de incomodidad con supuestas intromisiones en la política interna se diferencia del pasado en un punto fundamental. El compromiso de cumplimiento del Acuerdo Final por parte del Estado colombiano se formalizó no solo ante la población nacional, sino también ante la comunidad internacional —mediante su registro ante el Consejo Federal de Suiza, depositario de las convenciones de Ginebra y el Consejo de Seguridad de la ONU—, lo cual lo convierte en un objeto de veeduría externa.

Las tentativas del canciller Trujillo de mostrar que fueron “bien recibidas”, en Nueva York y La Haya, sus explicaciones sobre la decisión de Iván Duque de objetar seis artículos de la Ley Estatutaria contrastan fuertemente con las declaraciones de Naciones Unidas y de la Corte Penal Internacional. Tanto el portavoz del secretario general como la Misión de Verificación en Colombia reiteraron “la importancia de la JEP y del respeto a su independencia y autonomía” para garantizar los derechos de las víctimas y la seguridad jurídica de quienes se hayan sometido a su jurisdicción. En el caso de la CPI, esta ha sostenido reiteradamente que puede haber cumplimiento de la normativa internacional en materia de derechos humanos si las medidas de justicia transicional contempladas en el Acuerdo Final se implementan correctamente, pero que en caso de no tener la JEP un marco legal definido, la Corte podría investigar (y condenar) a militares, exguerrilleros y otros actores responsables de crímenes contra la humanidad. No en vano, tanto las Farc como los 1.910 miembros de la Fuerza Pública que se han sometido a la JEP han sido categóricos en su deseo de continuar allí.

Frente a las explicaciones convincentes de juristas lúcidos (incluyendo al procurador) de por qué las objeciones de Duque rompen el núcleo central de la JEP contenido en la Constitución y desconocen a la Corte Constitucional, la arrogancia con la que se ha pretendido manipular a la opinión nacional y extranjera tiene que estar provocando molestia y hastío entre aquellos organismos y países —en especial los europeos— que se han comprometido con la paz. La abierta contradicción entre la insistencia de que instancias como la ONU y la Corte Penal Internacional intervengan en la crisis venezolana, pero desistan de opinar sobre la justicia transicional en Colombia, erosiona aún más la credibilidad externa de este Gobierno. Si lo que se buscaba era una comunidad mundial amordazada, pero que siguiera girando dinero y acompañando de forma acrítica el proceso de implementación de los acuerdos, la controversia en torno a la JEP —para alivio de muchos— sugiere que el blindaje internacional sigue en firme.

 

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