Bocelli

Santiago Villa
30 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

Esta es una historia personal. Lo rescatamos el 14 de febrero de 2015, en una veterinaria adusta y oscura, de jaulas oxidadas y paredes percudidas, a un kilómetro de la autopista que conduce hacia el aeropuerto nororiental de Pekín: en un barrio donde las aceras se camuflan bajo el polvo y la tierra que suelta el invierno seco, de casi 10 grados bajo cero. El perro que apretaba la nariz contra los barrotes era ciego, y si nadie venía a recogerlo al día siguiente lo echarían de nuevo a la calle.

En realidad la idea no fue mía. Mi pareja, Dana, lo vio en una fotografía que compartió en Facebook un grupo de rescate de animales dirigido por un americano. Su labor me recordaba a esa leyenda oriental del hombre que propuso desocupar el agua del mar con un balde. Aunque no se ven muchos perros callejeros en Pekín porque las autoridades los recogen de inmediato y los sacrifican –y sí, hay también un mercado negro de carne–, el abandono es muy frecuente.

Yo no quería un perro. Exigen demasiada atención, es difícil entrenarlos para que no meen y caguen dentro de casa, hacen mucho ruido; en fin, es como traer un inquilino borracho. Además este venía de la calle, con costumbres a las que tendríamos que habituarnos.

Acepté, por un lado, porque la idea era tenerlo tan sólo unas semanas. Lo cuidaríamos mientras la organización de rescate encontraba un dueño permanente que lo adoptara. Y, por otro, porque la firmeza en la voz y la mirada de Dana cuando dijo que quería traerlo a casa resultaron imposibles de contradecir.

Fue una pesadilla. El perro no dejaba de ladrar, asustado por tanto movimiento de un lugar a otro, y traumatizado por lo que luego supimos fue una ceguera ocasionada por un golpe que nadie nunca trató –probablemente causa del abuso de antiguos dueños o de desconocidos en la calle luego de su abandono–. Durante las siguientes semanas, con frecuencia hacía sus necesidades en el apartamento; cuando queríamos estar en pareja el perro se ponía a ladrar, y si lo dejábamos fuera de la habitación rasguñaba la puerta.

Yo lo aguantaba porque nuestro acuerdo era que el perro no se quedaría. Mientras tanto le pusimos Bocelli, por la ceguera y los ladridos.

Luego interrumpí unos meses mi trabajo para escribir una novela, y estuve día y noche con Bocelli. Ya casi no ladraba. Habían pasado tres años desde su rescate y se le notaba bastante más la edad. Rondaba los 12 años, según la veterinaria.

Él tenía su gracia. Era un cocker spaniel y parecía un muppet. Tenía unas rutinas muy claras, que dependían del lugar del apartamento donde pudiera echarse a dormir bajo el sol. A pesar de la ceguera lograba encontrarme en la habitación donde estuviera escribiendo. Cuando cocinaba carne o pollo no se emocionaba, pero cuando cortaba algún vegetal o fruta llegaba a la cocina atraído por el olor. Su comida favorita era el pepino. 

Durante aquel tiempo me habitué a su compañía y por supuesto que le cogí cariño, pero no puedo decir que realmente lo apreciara.

¿Para qué contar esta historia? ¿Es una de las prototípicas parábolas sentimentales de transformación interior, en que un gigante egoísta se convierte en un gigante generoso –aunque en mi caso no sería tanto un gigante como un enano–?

Algo así. La lección que me dio Bocelli tuvo que ver con la fragilidad. El egoísmo es un demonio insidioso, que nos ciega ante ella. Nos lleva a andar confiados sobre un planeta de pisos firmes e inmutables, exigiendo de los demás, drenándoles, sin cuidar de la fragilidad de las emociones ajenas, la fragilidad del equilibrio ambiental, la fragilidad de la vida. A menudo olvidamos que todo acorde tiende al silencio, y por eso la conservación es un acto tan esencial como la creación.

No era fácil darse cuenta de que Bocelli era frágil porque sorteaba su ceguera con una destreza extraordinaria; además sobrevivió a la calle, a un tumor que debimos extraerle y a un viaje intercontinental con dos vuelos de 10 horas.

Mi relación con él siempre fue un tanto dramática, pero sobre todo hacia el final. Cuando volvimos a Bogotá, en octubre, alquilamos un apartamento en un segundo piso, y un día olvidé poner la necesaria reja de seguridad. Bajé a la cocina a servirme una sopa y a los pocos segundos Bocelli rodó por las escaleras. Habría podido morir o al menos hacerse mucho daño. Nadie se explica cómo no tuvo ni un rasguño.

Ese fue el punto de quiebre. Durante los siguientes tres meses estuve encima de él con la ansiedad de un padre sobreprotector. Hacía consciencia de eso que mencioné: su fragilidad. La fragilidad de toda vida y toda relación. Toda certeza.

Cuidaba de su vejez. Reconocía y agradecía su forma tan propia de dar cariño: una ternura sutil, añejada por el sufrimiento. Noté por eso que una noche cualquiera se estaba tropezando solito. Una de las patas traseras no le estaba respondiendo bien. Amaneció con un derrame cerebral y a los cuatro días, el 31 de diciembre, tuvimos que dormirlo.

No quise dejar pasar más tiempo sin hacerle este humilde homenaje.

Twitter: @santiagovillach

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