El cargo de alcalde no es un peldaño hacia la presidencia o un botín político al que se le rebuscan pretextos ideológicos para seducir al electorado; se trata del poder; de gestionar intereses para el bien común, y de administrar bienes tangibles. Los bogotanos, incluidas las empresas públicas, tienen un patrimonio superior a 213 billones y unos pasivos de 25. El próximo alcalde tendrá, entre otras, la enorme responsabilidad de administrarlo bien. Desde esa perspectiva los ciudadanos deberían considerar su voto.
Con ingresos estables, producto de una cultura tributaria e indicadores de pago de impuestos superiores al 91%, desde la administración de Jaime Castro que partió, positivamente, en dos la historia fiscal y financiera de la ciudad, se puede decir que, todavía y a pesar de corrupción y carruseles, se trata de una ciudad “rica”. Y a los ricos cualquiera les presta para hacer realidad sus proyectos. Expertos en riesgos como Standard & Poor’s, año tras año, le ratifican su calificación AAA. No debería resultar tan difícil administrar una ciudad así.
Bogotá ha tenido y tiene la posibilidad de acometer iniciativas y obras para solucionar muchos de sus problemas y mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Lo han impedido, además de la corrupción, una escasa capacidad de gestión en un terreno que trasciende discursos y promesas: una cosa es ganar elecciones, mucho más fácil con unas reglas que han permitido elegir alcaldes con el 30% de los votos, y otra gobernar.
El alcalde Peñalosa, por ejemplo, se ha quejado con frecuencia de “intereses políticos” contra “sus” proyectos lo que, en realidad, es una consecuencia natural de su elección con, apenas, el 17% del censo electoral. Un hecho que muy probablemente se repita en la próxima elección. Una baja gobernabilidad es directamente proporcional a capacidad de ejecución.
Por otra parte ¿puede un alcalde, elegido con un mandato tan reducido, comprometer los recursos de la ciudad, incluidos los futuros, en más del doble de su deuda histórica y actual? Cuando menos debería consultar a la ciudadanía ahora que resulta tan económico y sencillo hacerlo. Asi no tendría necesidad de gastarse inmensos recursos en campañas absurdas como que su administración es “impopular pero eficiente”. Ha sido impopular desde su origen (17%) y la contratación de 50 billones con tan reducido respaldo debería imponer algo de mesura y recato: sus proyectos y contratos han sido y serán, naturalmente, controvertidos y demandados.
¿Si no pudo ejecutarlos siendo alcalde alguien puede garantizar que lo logrará cuando ya no lo sea, mucho menos, si gana la alcaldía su oposición? Vendrán muchas demandas, y pocas obras, que afectarán el patrimonio de los bogotanos. En democracia resulta siempre mejor consensuar políticas que imponerlas.
Por otra parte, a la elección de alcalde se le han “atravesado” unas presidenciales que ya tienen, otra vez, tres candidatos fijos en el partidor: Fajardo, Petro y Vargas Lleras, todos interesados en lo que ocurra en la elección de Bogotá. Muchos definirán su voto, y el futuro de la capital, pensando en las presidenciales. ¿Así ad ministrará quien resulte elegido?
Si algo podemos concluir, luego de lo visto en sucesivas alcaldías con supuestas o diferentes posturas políticas, es que las soluciones a los problemas de Bogotá van más allá del cambio de personas, movimientos o partidos. En la vida real a los problemas de Bogotá, comenzando por ineficiencia y corrupción, le han sido indiferentes los sesgos ideológicos.
Tareas muy importantes pero aun no abordadas por los candidatos, como actualizar el estatuto orgánico y las formas de participar y administrar en esta era digital, podrían mejorar la calidad de la gestión en Bogotá y proteger su aun valioso patrimonio. Finalmente se trata, en medio de tantas promesas, emociones y discursos altisonantes, de un problema de administración en el que pueden resultar más importantes para la ciudad eficacia, economía, celeridad, transparencia y, por supuesto, sumar y restar correctamente.