Breve historia fotográfica de la juventud

Valentina Coccia
02 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Uno de los grandes legados que nos dejó el siglo XX es sin duda el legado de la juventud. Si vemos las fotografías de hace ya seis o siete décadas, veremos unos esquemas familiares que se repiten en todos los retratos. En la mayoría de los casos, tendremos la suerte de ver las sombras de una familia tradicional. Madres, padres, abuelos, tíos y jóvenes, todos unidos bajo los lazos sagrados de la consanguinidad, usualmente están sentados en una acogedora sala familiar, dispuestos para una promisoria fotografía. Seguramente, en ese momento se pensaba que algún día los hijos, los nietos o los sobrinos de los miembros más jóvenes de la familia tendrían la suerte de encontrar esa foto en algún cajón añejo, o en el naufragio de alguna rápida mudanza.

Estas fotografías, reliquias de tiempos imaginados, destellos que resucitan inesperadamente de la memoria, nos muestran un catálogo de hábitos, costumbres y pensamientos de la juventud y de la vida adulta de esos años. Los hombres y mujeres jóvenes retratados en diversas circunstancias usualmente se muestran como extensiones corporales, mentales y anímicas de las generaciones que los antecedieron. Es muy sencillo darse cuenta que los jóvenes solían vestirse como sus padres y abuelos. Probablemente, también eran los exitosos y afortunados herederos de negocios familiares que ya marchaban sobre ruedas, y a lo mejor deleitaban sus tardes de domingo escuchando los vinilos favoritos de sus amados progenitores.

Hace ya aproximadamente 50 años, con la revolución del 68 y otras circunstancias históricas, el papel de la juventud se transformó radicalmente, al no ser ya la continuidad de los deseos de los padres, sino la encarnación de la rebeldía y la transgresión. Los jóvenes desaparecieron de estos retratos, para ser captados junto a sus iguales, vistiendo chaquetas ovejeras, jeans rasgados y estrambóticos peinados. Durante la década de los 70 la juventud se consolida como grupo independiente, aislándose de la comunidad familiar, reclamando una colocación diferente en las distintas sociedades y buscando otras perspectivas laborales y modos de vida.

Hoy en día, el legado de esa juventud que rompió con todos los esquemas sigue vigente, pero las fotografías de hoy (que en un futuro ya no serán ninguna reliquia guardada en un cajón) denotan una diversificación de este grupo social, que si bien es más libre que nunca, también propende al aislamiento, a la dificultad y al escurridizo advenimiento de una nueva etapa de nuestra historia.

Hoy en día las fotografías, que se conservan en formatos digitales, que pululan de a millones en redes sociales, páginas de internet y otros medios de comunicación, nos hablan de la forma en la que la juventud se ve y se condena irreprochablemente. Los momentos retratados, usualmente, son insignificantes, repetibles, alarmantemente cotidianos, como si no hubiera tiempo o recuerdos que conservar. Las fotografías ya no existen para que algún historiador pequeño, en unas cuantas décadas, vaya a buscarlas en los escaparates ocultos de la casa, sino para exhibir, para mostrar lo grandiosa que es nuestra vida a cada momento, a cada instante que se escapa de nuestras manos para caer pronto olvidado en los abismos digitales del tiempo.

Las selfies, productos de la cámara portable de nuestro teléfono celular, son una metáfora inminente de la vida de los jóvenes millenials o de la generación zombie, como también la ha catalogado Zygmunt Bauman en su obra Modernidad líquida. Nuestra vida ya no se asienta sobre las bases sólidas de aquellas familias de seis o siete décadas atrás, que aparecían bellamente retratadas en esas fotos en blanco y negro o color sepia. A los millenials nos aqueja el mal de lo incipiente, de lo efímero. Tan pocas son las posibilidades de consolidar una familia, de conseguir un trabajo estable, de ganar lo suficiente, que el único remedio es emprender la lucha contra la liquidez. Yendo en contra de todo aquello que se nos escurre de las manos, buscamos nuestro arraigo en la construcción de una individualidad sólida, que viva sin escrúpulos cada momento y cada ocasión de la vida. El tiempo se va llevando rápidamente cada experiencia y de repente, nuestra vida comienza a tener muchas más etapas que la vida de nuestros padres o de nuestros abuelos. Esos relojes resbaladizos que colman el afán de nuestros días hacen de nuestra vida un carpe diem perpetuo. En las selfies tratamos de rescatar cada instante que se nos escapa, y de redimir cada vigorosa imagen de nosotros mismos como un recuerdo momentáneo de una etapa que se quemará más rápidamente de lo que creemos.

Podríamos decir que esta forma frenética de fotografiarnos y de no dejar escapar tan rápidamente los instantes que deberían ser recuerdos duraderos es un síntoma de nuestra evidente paranoia, de nuestra legítima protesta contra una existencia que en todos los campos de nuestra vida nos aísla de los demás. Nuestra irremediable individualidad viene además acompañada de una carrera contra el tiempo, contra una vida que nos demanda cada vez más requisitos para ser vivida con plenitud, pero que nos brinda cada vez menos tiempo para realizarnos como personas, como profesionales o como miembros de una comunidad. Mientras que antiguamente retratarse era una ocasión solemne en la que un resquicio del presente iba a ser enviado a las generaciones futuras, hoy en día nuestros retratos son solo la captura volátil de uno de los tantos momentos que pronto serán olvidados, y que probablemente, se escurrirán de nuestras manos con la pálida sombra de su insignificancia.

@valentinacocci4

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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