Busquen río abajo el cadáver del viejo país

Sergio Ocampo Madrid
04 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

Aunque no sea la postura intelectual que más venda, ni la más fácil de exponer, a veces es necesario dejarse llevar por el optimismo. Lo expresé hace un año, tras la votación en la que Iván Duque se alzó con la presidencia en ese experimento fatídico del uribismo cuyas consecuencias apenas se están asomando.

Duque ganó la primera vuelta por siete millones y medio de votos, pero entre Petro y Fajardo sumaron poco menos de diez. Uno y otro correspondían a fuerzas emergentes, alejadas de los aparatos tradicionales del poder y que en 200 años siempre fueron relegadas o incluso aplastadas por la larga hegemonía de unas oligarquías liberal-conservadoras y desde hace dos décadas por unas oligarquías con mayor o menor cercanía al narcotráfico, al paramilitarismo y a la corrupción.

Duque ganó pero el campanazo para el régimen ya fue inobjetable, y en su momento sostuve, y hoy vuelvo a sostenerlo más convencido, que la primera fuerza política de este país es el antiuribismo. Luego vino la consulta anticorrupción, convocada por una parte de esos grupos emergentes y sumó 11.645.000 respaldos, sin maquinarias, sin presupuestos y con la oposición y el boicot de la ultraderecha corrupta.

Los comicios pasados fueron la comprobación absoluta de que estamos despuntando hacia una nueva era política, una por primera vez desligada de los agentes tradicionales de poder y construida sobre unas clases medias civilistas, profesionales, y sobre todo en una ciudadanía de menos de 30, con lo cual no cabe pensar en la transitoriedad y sí en una transformación que involucra además cambios de valores, de convicciones sociales, el fin de atavismos morales y la certeza de que la educación es la vía.

La derrota de Miguel Uribe Turbay es una demostración casi apodíctica de todo lo anterior: un nieto de expresidente que aglutinaba al uribismo, a los liberales y a los conservadores; a las iglesias cristianas, con lo cual, aunque no lo expresara, representaba la antítesis de Claudia López y su sexualidad diversa, y que además defendía como gran bandera la prohibición a las drogas en espacios públicos.

Bogotá le dio una lección excepcional al país: casi un 70 % votó por opciones fundamentalmente independientes y de centro, un mensaje para las propuestas más extremas como el uribismo y el petrismo, que además se dejaron contar. Solo Claudia López consiguió 240.000 votos más que los candidatos de esos dos partidos juntos. En el Concejo, los verdes multiplicaron dos veces y medio su presencia, con 12 curules, que sumadas a las cuatro del Polo, y a las tres de Galán (cuyo espacio natural sería alinearse con los otros independientes), quedan no muy lejos de conseguir la difícil mayoría con la que la corrupción del Concejo maniata a cualquier alcalde.

Pero Bogotá, también, eligió a una mujer por primera vez, una deuda que siguen teniendo Medellín, Cali y más de la mitad de las capitales, y sobre todo escogió para gobernarla a una persona con sexualidad diferente al binarismo convencional, en un ejemplo de apertura, de modernidad, de deseo de inclusión e integración y un rechazo a las mentalidades segregacionistas.

La decadencia de Uribe como liderazgo y como figura se ve más probable que nunca. En una maniobra como las que siempre acostumbra, le dio la espalda a la candidata designada por su Centro Democrático al advertir que no despegó. Y le jugó, sin éxito, a repetir en la capital el juego del año pasado cuando las opciones que respaldaban el proceso de paz (el centro y la izquierda) se presentaron partidas en tres y perdieron frente a Duque, bajo el lema falaz y efectivo de que era él o entregarle el país a la Farc y a Maduro.

Medellín, su baluarte, su fortín, su plaza fuerte, le asestó el golpe de gracia que, unido a la caída en picada de su popularidad, a la cuenta que ya empiezan a pasarle por un año de habernos metido en la aventura irresponsable de Duque, a la eventual orden de captura de la Corte que lo juzga por delitos comunes, a esa masa rugiente que lo recibe con rechiflas furiosas en la mayoría de pueblos, parece indicar el comienzo del fin.

De alguna manera, esto del domingo se logró gracias a que, aun muy maltrecho y con mal pronóstico, hubo un proceso de paz que trajo a las Farc a la legalidad, que la desarmó en su mayoría y desactivó la omnipresencia aplastante del conflicto armado y nos permitió pensar en otros temas más apremiantes como la educación, la protesta civil para exigir los derechos o la guerra contra los corruptos. Hace una semana, la FARC consiguió en coaliciones apenas dos alcaldes (Guapi y Turbaco) en 1.122 municipios y dos ediles en Bogotá. Y todavía hay caraduras que se atreven a decir que Santos les entregó este país.

Me preocupa Petro y mucho. Y siento que, aunque no lo admita, es uno de los grandes derrotados de este domingo, entre otras porque el único objetivo de la candidatura de Morris era hundir a Claudia. Me preocupa porque su radicalismo lo acerca a la izquierda más recalcitrante hasta el punto de que hoy el Polo Democrático es visto como un partido de centro. Me preocupa su estrategia, tan parecida a la del uribismo, de deslegitimar la institucionalidad cuando lo desfavorece, y su búsqueda de enconar la lucha de clases como argumento para construir una Colombia humana. Su falta de lucidez para entender que la polarización ya no es el camino, si alguna vez lo fue, y que esa ecuación nunca le va a alcanzar y en cambio siempre le dará un segundo aire a la ultraderecha.

Me preocupa porque, independiente de su cuestionable capacidad como administrador, creo que Petro, con su visión social y su sentido de inclusión, sí podría ser un agente clave y determinante en la consolidación de este cambio histórico que se ve más factible que nunca. O ser el freno que ayude a atajarlo.

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