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Caen las estatuas

Cristo García Tapia
08 de octubre de 2020 - 03:00 a. m.

El tiempo de derribar las estatuas ha retornado. Ruedan cabezas de yeso, mármol, bronce, por avenidas y parques de las grandes capitales y provincias; arrastra la multitud caballos alados, jinetes apocalípticos blandiendo afiladas espadas, degollando aborígenes, decapitando incrédulos, quemando mujeres.

Pedazos de báculos, fragmentos de manos y rostros, de látigos bendecidos por la divinidad, lenguas de fuego en bronce de las hogueras levantadas en los atrios de las catedrales, ruedan convertidas en desechos barridos por el viento de la historia. El fantasma de la iconoclastia recorre el mundo.

Es el tiempo de las venganzas simbólicas; de la furia y la fuerza de la sumisión llegada al límite; del retorno de la conciencia de tener derechos; de reivindicar para la historia lo humano y lo alegórico de la especie, su sobrevivencia digna; el valor y el peso de la justicia, la inclusión y la libertad.

En tanto el viento del arrasamiento que recorre el mundo derribando estatuas, monumentos, narraciones de ficción, no es nada nuevo ni “invento” de Petro para ganar las elecciones, cuanto vislumbra el “eterno retorno” es la auténtica posibilidad de enderezar, reconstruir, volver a hacer, aquello que ha sido deformado y falseado per sécula seculórum: la verdad.

Por ahora de manera simbólica, es la historia devolviendo a sus legatarios naturales, a los misak, nasa, pijaos, la posibilidad material de la verdad verdadera, de cuanto fueron despojados; de su corporeidad identitaria, étnica, social y territorial; restituyéndoles la conciencia de fuerza y voluntad; de construir, sobre lo propio y colectivo, sociedad e identidad. De pensarse, desde su individualidad y cosmovisión.

Y es que el conquistador nunca se ha ido de aquellos territorios ancestrales del Cauca aborigen, esclavista, fragmentado en feudos y señoríos. Ni se ha bajado de sus caballos alados ni desprovisto de sus alamares de guerrero, ni dejado de disparar sus mosquetes, ni envainado sus sables y espadines. Y menos, entregado a sus dueños naturales, los misak, nasa, pijaos, entre otros, las tierras despojadas y ocupadas por siglos. Ni permitido el uso y práctica de las creencias y rituales ancestrales, de los símbolos y representaciones alegóricas de cuanto para ellos entrañan y significan unos y otras, sus imaginarios y cosmogonías.

Aunque velado, pero igual de despojador de vidas, haciendas y almas, el conquistador y el proceso de conquista y dominio, siguen ahí; sometiéndolos en sus territorios hereditarios, ejerciendo la misma de hace quinientos años y nuevos tipos de violencias: material, cultural, religiosa, a través de ese imaginario de poder, sometimiento, terror y despojo, en el que devienen las estatuas, monumentos, creencias y símbolos religiosos, representativos de formas de sumisión y violencia rebasadas por la historia.

Es probable que, contra ese velado poder acumulado en simbologías, pero material en la realidad, se haya derribado y descabezado al empenachado y arrogante conquistador, al esclavista, quien quiera haya sido en el pasado, o siga siendo en el presente uno y otro. De materializar el ¡basta ya!, que se agita en la conciencia reprimida y contenida.

Entre tanto, más allá de “deconstruir” las miradas, como sugiere un historiador, cuanto conlleva la narrativa y la acción de derribar una estatua, es la construcción de la historia con la mirada real, objetiva y convalidada, de quienes han sido suplantados en su papel de actores naturales de ella.

Más, mucho más, que el pueril deseo o “la catarsis de construir nuevos relatos”, cuanto desvela todo lo que hay en ese derribamiento, es el imperativo histórico de construir el relato verdadero, reivindicar el territorio, sus derechos naturales imprescriptibles, sea cual fuere el momento de la historia en el cual tienen ocurrencia.

No creo que los indígenas, arhuacos o koguis, de la Sierra Nevada, misak, nasa, pijao, del Cauca, o los afroamericanos de Pensilvania, tengan que tumbar estatuas para limpiar y purificar sus espíritus y hacer sus “pagamentos”.

O los belgas y anglosajones, que también dieron en tumbar y descabezar las suyas por lo que representaban. Unos y otros, desde tiempos inmemoriales tienen sus rituales y ceremonias, así como católicos, protestantes y musulmanes tienen los suyos, para la limpieza espiritual.

Otras padecidas hasta el límite de lo humano, debieron ser la razones y causas de nuestros aborígenes para haber tomado la determinación de tumbar la estatua de “su conquistador”, solo que el “estado llano” no solo tumbó la Bastilla el 14 de julio, sino el poder real, absolutista, que ese símbolo encarnaba.

* Poeta.

@CristoGarciaTap

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Che(76218)08 de octubre de 2020 - 04:09 p. m.
Columna rimbombante que al final no dice nada. Hoy ya somos lo que somos producto de aquel mestizaje original de Europa, África y la América precolombina, lo demás es hilar delgado y todos sabemos que hilo delgado se rompe rápido. Y tenemos que aprender a vivir con aquellas historias y estas estatuas.
Periscopio(2346)08 de octubre de 2020 - 02:12 p. m.
Desde su amplio calabozo en El ubérrimo el consabido emprendedor paisa planea crear una industria de estatuas plásticas, (especialmente representativas de Iván Cepeda y Gustavo Petro) con las cuales los indignados colombianos podrán desfogar su furia vandálica originada por problemas imaginarios, pues los bombones de Duque no lograron calmar a los violentos.
Periscopio(2346)08 de octubre de 2020 - 01:52 p. m.
Yo sería partidario de aprobar una eventual estatua en el presunto "honor" del innombrable narcoparaco, pero sólo para tener el morboso placer de derribarla, como lo hicieron los honorables indígenas caucanos con el símbolo de la opresión colonial española.
Atenas(06773)08 de octubre de 2020 - 12:09 p. m.
Desborde de verbo en asunto de más fácil y breve exposición, y sin afectar la esencia del punto en comento. Demasiada poesía. Manes del desocupe actual.
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