Café amargo

Andrés Hoyos
06 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

Pocas frases más recurrentes en Colombia que “crisis cafetera”. Al igual que la corriente de El Niño o los huracanes del Caribe, estas crisis son recurrentes: cada tanto hay un bajón internacional del café, que pone a parir a miles de agricultores en el país. Es un mal endémico. Un dicho alguna vez atribuido a Einstein viene a mano: “Locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes”.

La industria y el negocio del café locales pertenecen al pasado, o sea que son históricos. La Federación es de 1927, el Fondo Nacional del Café de 1940 y la estrategia de la marca “Café de Colombia”, de 1959. Lo fijado entonces sigue hoy vigente con cambios leves. No obstante, el negocio dio un vuelco dramático, por ejemplo, cuando en 1989 se rompió el Pacto Cafetero, sobre el cual se basaba nuestra estrategia. También pasaron a la historia el Banco Cafetero, la Flota Mercante Grancolombiana y las novedosas ideas de Alberto Duque en los años 70, quien acabó en la cárcel por hacer embarques ficticios y emitir bonos de prenda sin respaldo. Por el camino, basado en una idea semejante a la destrozada por Duque, surgió Starbucks. Hoy hay muchos jugadores internacionales nuevos.

El café fue el primer motor de la economía colombiana independiente, pero por el camino, víctima de una seguidilla de desaciertos, se ha ido volviendo marginal y poco rentable. Juan José Echavarría, el actual gerente del Banco de la República, presidió una misión del café, cuyos resultados fueron publicados en 2015. Él, con el tono comedido que le es propio, sugirió un vuelco radical, que más o menos consistiría en sacar al Estado y a los ministros de la Federación Nacional de Cafeteros y poner al mercado del grano en libertad.

El café colombiano ha sido manejado con las patas. La idea de que no se puede ascender en la cadena de valor es ridícula. Según mis cálculos, los seis gramos incluidos en una cápsula de Nespresso se venden a 83 dólares la libra, o sea que, si la libra cuesta un dólar, solo el 1,2 % de cada cápsula es costo de café. El de buena calidad en Amazon se vende a ocho dólares la libra, o más, o sea que el 12,5 % le llega al productor. En contraste, una botella de un gran château, de un whisky de malta o de una champaña aportan por ahí el 50 % de su precio de venta a la casa productora.

Estaría bien que la Federación se ocupara de la denominación de origen, de promover las variedades más atractivas y productivas y de otros aspectos de la vida comunitaria. Pero su incidencia en el negocio es perversa, pues pretende dominar, si no monopolizar, las prácticas comerciales del café, sin entender que el quid está en entrar a la parte superior de la cadena de valor donde, como se vio atrás, están las utilidades.

Si la idea es producir café como commodity (un producto básico, sin valor agregado), el esquema deben ser plantaciones grandes y eficientes, con costos bajos. En cambio, una finca de seis u ocho hectáreas, en la que el café se recoge grano por grano, tiene que apostar al valor agregado. No es ciencia nuclear; es economía básica. Si el modelo del negocio del café no funciona en Colombia, es entre otras cosas porque se cree que los problemas se pueden solucionar a nivel local, mientras que el precio del grano se fija en otra parte. ¿Sufren Nestlé o Amazon cuando baja el café? No, abren champaña.

Este tema, siento decirlo, pinta a Colombia de cuerpo entero como país.

andreshoyos@elmalpensante.com

 

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