Caletas

Andrés Hoyos
28 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

También podría titular esta columna: “Un lío de la madona”.

Primero el contexto histórico. Tirofijo y su Estado Mayor, pero sobre todo el irredento fundador de las Farc, siempre pensaron que la frase de Mao, “guerra popular prolongada”, era un piropo y que con miras a una lucha de décadas debían quemar las naves y derribar los puentes de solución pacífica negociada. No es una exageración. Por algo las Farc fueron la última guerrilla marxista de peso en todo el hemisferio occidental. Aquí, para los olvidadizos, un enlace revelador de tiempos idos:

http://bit.ly/2hcAjdr

No, al viejo energúmeno las experiencias de El Salvador no le decían nada: la guerra, que al fin y al cabo era lo único que él y su grupo sabían hacer, se podía ganar, pasara lo que pasara, murieran cuantos murieran, hubiera que aliarse con quien hubiera que aliarse. Tirofijo pensaba que el régimen, por ser producto de la endeble élite colombiana, iba a desesperarse y de una u otra forma les abriría el camino hacia la toma del poder por las armas. El narcotráfico, al que se opusieron algunos en las Farc, a él le cayó como anillo al dedo, pues resolvía el difícil problema de la financiación permanente, así enajenara de forma progresiva a las masas que decían representar. En todo esto la frivolidad de Andrés Pastrana, hoy tan gallito y tan locuaz, casi le da la razón estratégica a Tirofijo. El hijo de su papá se atragantó con las negociaciones del Caguán en las que el curtido guerrillero lo usó y lo dejó sentado ante las cámaras, mirando volar insectos.

La prueba reina de la existencia de una estrategia de larguísimo plazo son las más de 900 caletas, llenas de explosivos y de armas sofisticadas, muy bien empacadas y preservadas por lo que nos vienen contando los amigos de la ONU. Tengo mis dudas de que contengan mucho dinero, porque hasta el troglodita fundador de las Farc sabía que el dinero se devalúa con el tiempo. Enterradas las caletas, cualquier proceso de paz, difícil de por sí, debería volverse poco menos que imposible pues alejaba el desarme hasta que estas no desaparecieran. Es, al menos, el mensaje que uno capta. Tal vez Tirofijo y sus secuaces sospechaban que del otro lado siempre habría gente como María Isabel Rueda, Salud Hernández o Samuel Hoyos, listos a decretar que esas caletas son razón más que suficiente para abortar cualquier intento de paz. Las caletas tienen poca utilidad militar y solo están ahí como último recurso o garantía de que siempre quedarían armas para quienes se mantuvieran fieles a la doctrina original. Una suerte de tentación de largo plazo para aquellos que solo saben matar, secuestrar y extorsionar.

Volviendo al presente, Tirofijo murió, su estrategia se vino abajo por cuenta de los duros ataques del Estado colombiano y, fruto de la ventaja militar, se adelantó una ardua pero sólida negociación de paz. Quedaron, sin embargo, las caletas, muchas de ellas, según dicen, protegidas por explosivos —esto las hace peligrosas para la ONU, claro, pero también para cualquier desmovilizado que quiera rearmarse—. Pues bien, no queda de otra que desenterrarlas una por una, cueste lo que cueste y así se tome un tiempo adicional. No podemos permitir que desde la tumba Tirofijo se salga con la suya y el proceso de paz fracase. No es justo con los que se sacrificaron durante décadas. Doloroso, sí, tener que aguantar la lora infame que nos darán María Isabel Rueda, Salud Hernández o Samuel Hoyos.

andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes

 

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