Campesinos colonos, la nueva carne de cañón

Juan Manuel Ospina
27 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Lo que se está viviendo en los territorios de coca con campesinos colonos y bosques primarios con su enorme e irrepetible riqueza de vida es una expresión dramática de la atmósfera de corrupción que con persistencia e insidia se le fue metiendo a la sociedad colombiana por los poros, con el narcotráfico como telón de fondo.

El narcotráfico y sus secuelas son el verdadero cáncer de la sociedad con el que se terminó por convivir, tolerándolo en la práctica. Su influencia en el confuso conflicto armado colombiano fue devastadora, que terminó debatiéndose entre conservarse en su propósito inicial de proyecto revolucionario de raíz rural, o sucumbir al atractivo del por entonces creciente negocio criminal del narcotráfico. Los años pasaban y la guerrilla, especialmente las Farc, no lograba su propósito, derrotar y sustituir al poder establecido. Ello los llevó a un cambio de estrategia; en adelante el objetivo sería permanecer, simplemente durar y fortalecerse militarmente, lo que marcó el paso de guerrilla a ejército popular; se trataba entonces de esperar a que el sistema se debilitara por su incapacidad y creciente corrupción. Pero el Estado no se desfondó y aprendió a convivir con una guerrilla que, a pesar de su aumento numérico, no tenía cómo ponerlo en jaque.

A los territorios donde estaba afincada la guerrilla, muchos de ellos habitados por colonos campesinos expulsados de la región andina por difíciles situaciones económicas sin futuro, llegó el narcotráfico buscando producir la pasta de coca que ya comercializaba. Fue el salvavidas económico para comunidades campesinas que a duras penas lograban un pancoger precario. Rápidamente las Farc y el M-19 entendieron que debían llegar a acuerdos con los narcos para no confrontar a los campesinos vueltos cocaleros. Todo fue empezar para que creciera la importancia de la coca en el andar guerrillero; el negocio de la droga se volvió inseparable de su frustrado sueño político subversivo, al permitirle financiar la espera del levantamiento popular; cada día serían menos políticos y más narcotraficantes.

Luego de la derrota política que les significó el Caguán de Pastrana y la ofensiva militar de Uribe con unas Fuerzas Armadas reestructuradas y equipadas, enfrentaron la disyuntiva de volverse ya claramente narcotraficantes, como sucedería con las llamadas disidencias, o le sacaban el último jugo a su origen político para salir de un camino agotado. Optar por lo segundo condujo a los acuerdos de La Habana, con una condición de fondo, abordar por los laditos el tema de las oscuras relaciones del narco y la guerra; la razón fue política, no dejar la negociación sin piso ni fundamento.

Con ello quedó sumido en la indefinición el asunto del narcotráfico que es hoy el corazón de la violencia colombiana. Como consecuencia, el Estado colombiano irresponsablemente no ocupó los territorios donde las Farc ejercieron por años como un verdadero para-Estado. Se precipitó el estímulo económico a la sustitución de cultivos ilícitos sin haber firmado los acuerdos, generándose el efecto contrario de estímulo perverso a su cultivo; por eso se dejó en el limbo el tema que hoy está incendiado, de los campesinos apoyados o controlados por los criminales, sembrando coca y descuajando selva en los parques nacionales, verdaderos santuarios de la naturaleza. Lo actual tiene su historia con los errores que le dieron origen. En todo ello, los campesinos acaban convertidos en carne de cañón.

 

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