Campos de flores en arenas movedizas. Almuerzo sin mayores intenciones

Enrique Aparicio
12 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

De la novela “Campos de flores en arenas movedizas”.

Un mensaje al celular de Jorge: “Hola, acabo de llegar de Miami, si todavía está en pie el almuerzo, podría pasado mañana, jueves, hacia la una. Beso”.

La respuesta fue inmediata: “Listo, te espero. Me encantará apreciar tu bronceado ya que, según tú, el mío está a la altura de las circunstancias. Beso”.

La justificación y la complicidad van de la mano. El penthouse de Jorge efectivamente era espectacular. Cuando llegó la esposa del Florista, un poco pasada la una y media, la recibió con una sonrisa de confianza, placentera; casi, casi sincera.

Mientras le ayudaba a quitarse el abrigo, Jorge pensaba: “Se mantiene delgada, tiene una figura muy balanceada, elegante, los años le han dado un porte aún más atractivo. Es amable, segura de sí misma y buena conversadora. ¿Qué la impulsa a navegar en aguas demasiado calientes?”.

─No te imaginas el tráfico. Nos estamos pareciendo a Ciudad de México. ¡Qué barbaridad! ─estaba algo nerviosa, pero controlada.

Una botella de champaña descansaba de forma discreta en un anaquel. Todo estaba listo para iniciar el almuerzo. Se sentaron en el sofá. Jorge sirvió dos copas de Taittinger Blanc de Blancs, cosecha 2004. Se había puesto un delantal, en el papel de chef. Contemplaron por un momento la ciudad; era un día gris, frío, que invitaba a buscar el calor de un abrazo, de la cercanía.

Para comenzar con algún tema, Jorge, como fanático del sudeste asiático, comentó:

—En Vietnam me contaron que, antes de tener una esposa, había que tener un búfalo de agua. No se enferman, se alimentan con muy poco, te prestan un gran servicio y no hay que gastar.

─¿Sí? No me cuentes ─le respondió con una sonrisa irónica.

Mientras servía otra copa, Jorge prosiguió:

─ Te estoy matando de hambre.

─¿Te ayudo? 

─Nada de eso. Tú a disfrutar, soy el anfitrión.

Al terminar el almuerzo había buena cantidad de champaña en la cabeza de la esposa del Florista. Siguió a Jorge al cuarto con la idea de ver el paisaje desde allí. Un enorme ventanal daba a los cerros, desde el escritorio situado en la esquina de la habitación se veían las montañas. Jorge transmitía tranquilidad, como si esto que estaban haciendo fuera lo normal. Junto a la cama había una silla donde la esposa del Florista dejó la blusa, la falda, que se abría en el medio y, sin titubear, el brassier delgadito. Los senos brotaron y los pezones invitaron a gozar de ellos. El calzoncito con un hilo permanecía en su sitio, no se lo quitó. Abrió las blanquísimas sábanas de la cama king size, se sentó dejando libres los senos y tomó la copa de champán que reposaba en una mesita.

Jorge se desnudó. Su cuerpo, en efecto, estaba bien bronceado. Todo se hablaba sin hablar. Jorge la abrazó con suavidad. Desnudos, sin mostrar ninguna exigencia, salvo buscar la calma y el disfrute. Mientras la besaba le murmuró: “Déjame llevarte al valle de las caricias, un sitio muy lindo donde no hay calor ni frío”. Las dos lenguas se acariciaban sin temor. La esposa del Florista no encontraba explicación. Estaba viajando por mundos incomprensibles. Con delicadeza, Jorge pasó a besar los pezones y se fue dirigiendo, con besos suaves y cortos, hacia otros labios. Le quitó el calzoncito suavemente.

─Por favor, Jorge, no.

Fue un sí.

─No te preocupes, disfruta.

Jorge no se detuvo hasta que tuvieron un orgasmo, mientras las manos de ella agarraban su cabeza suavemente. Y así sintió la placidez de la ternura sin límites.

─Ven. Estoy bien. He gozado mucho. Abrázame. Gracias por tu comprensión.

Jorge la abrazó muy, muy fuerte.

─Te agradezco que hayas compartido todos estos sentimientos conmigo ─dijo Jorge.

El tiempo se detuvo durante el encuentro. Miró el reloj.

─Dios mío, tengo que salir volando. Debo estar en casa antes de que Maritza regrese del colegio. Aunque ya está en cuarto de bachillerato me gusta estar cuando llega.

Se vistió rápidamente y pasó al baño para arreglarse el pelo, el rímel y pintarse los labios.

─Es hora de irme. Muy lindo, Jorge. Gracias, te lo agradezco de corazón.

Bajó con él hasta el sótano del edificio donde había un parqueadero inmenso. Llegaron al auto, abrió la puerta, se besaron una vez más y se dijeron adiós con la seguridad de volverse a ver. Pisó el acelerador y salió a la avenida principal.

Por el camino recordó otros tiempos donde las caricias sinceras, cariñosas y llenas de respeto eran del Florista, y lloró en silencio.

Lloró hasta llegar a la casa. Antes de entrar en el garaje, pensó que quizá su marido estaba en casa y le propondría un viaje romántico para reiniciar una nueva vida. Pero se estaba diciendo mentiras. El corazón no le daba. Jorge era una muestra. El momento de terminar había llegado. No por lo que había pasado con Jorge, sino por ella y el Florista. El fin era una necesidad para evitar más heridas.

La conversación tuvo lugar unas semanas después. Fue corta, puntual. El tema lo puso el Florista. Las presiones eran muy grandes. Había que proteger a Pilar, pues iba para su primer año de universidad, y cualquier desarreglo entre los padres la afectaría. Los dos se miraban a los ojos, como buscando la mejor solución. Pero no más inventos. No más posponer verdades. Como los intereses de un banco ante una deuda, crecía la necesidad de terminar para evitar que la factura aumentara.

El día anterior la mujer del Florista había llamado a una amiga abogada para que iniciara el trámite de divorcio. Sentía una gran tristeza, pero también un enorme descanso por haber tomado una decisión muy difícil. No había ningún pero, aunque sí cierta angustia por ver cómo se habían equivocado. No había reproches ni culpabilidades, solo las cenizas de una mala decisión.

https://youtu.be/VCEtKWqKPKY

Que tenga un domingo amable.

 

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