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Carnaval

Armando Montenegro
06 de febrero de 2008 - 03:28 p. m.

Aunque a muchos les parezca extraño, se han dado interesantes debates acerca del significado político y el impacto del carnaval sobre la libertad de las personas.

La interpretación más conocida es la de Mikhail Bakhtin, un marxista ruso que analizó los principales carnavales europeos desde la Edad Media y planteó que la gente en estas fiestas se liberaba de las jerarquías, las normas y la moral corriente. Señaló que las personas viven una vida “oficial”, reprimida, monótona, observando reglas estrictas, ajenas y dejando de hacer lo que quieren; sometidas, en contra de sí mismas, a los deberes impuestos por la sociedad. Surge, entonces, cada año, efímera, la vida del carnaval: una oportunidad única de transgredir las normas, de hacer lo que se viene en gana, de ridiculizar a las autoridades, de violar las reglas del decoro; de poner el mundo “patas arriba”. Para Bakhtin, entonces, el carnaval es subversivo (la militante rebeldía de la bohemia romántica y de la de rumba salsera de los años setenta de alguna manera se enmarca en este tipo de planteamientos).

Un enfoque alternativo responde a la idea de que el carnaval es una celebración emotiva, musical y vibrante, pero, eso sí, una celebración controlada y previsible, que converge en un desfile (o desfiles) y en ciertos rituales tradicionales. El desfile fluye por vías preasignadas, tiene un orden lógico y bien establecido. Cada cual mantiene su lugar: en las tribunas, los mandatarios, las personas prestantes; más allá, a los lados, el pueblo raso. Y en la calle, desfilando frente a los palcos, las carrozas, las escuelas de baile, las comparsas. Ciertas autoridades premian a los mejores desempeños de la samba, la cumbia, las carrozas y los disfraces, premios que, por supuesto, reflejan los conceptos de mérito vigentes. En esta visión, el carnaval es portador de riquísimas tradiciones culturales, emisario de valores populares. Pero no es, para nada, rebelde o subversivo.

Mientras que en la versión de Bakhtin el carnaval permite la liberación transitoria de clases sociales oprimidas, que prefiguran un mundo libre, sin jerarquías ni normas restrictivas, el enfoque alternativo lo percibe como una extensión festiva y ruidosa del mundo de hoy, tal cual es. En ésta, además, se presenta una gran división: los que se entregan a la fiesta, en la calle, y los que ven y observan, en las aceras y las tribunas. Según esta última visión, el carnaval no socava reglas ni jerarquías. Las refuerza.

Hace ya tiempo, Umberto Eco planteó su inconformidad con las tesis de Bakhtin. Sostenía que el carnaval, incluso al permitir que se violaran ciertas reglas por unos días, no hacía más que reforzarlas (usó la expresión transgresión autorizada). Y añadía que, al permitir cierta burla suave y pasajera de las autoridades, también reforzaba la estructura de poder. Todo lo contrario, en una palabra, de lo que había dicho el ruso.

En los grandes carnavales modernos, de alguna manera, conviven los dos enfoques. Por una parte, el carnaval convoca a la rumba, la locura colectiva y la transgresión de las normas cotidianas (Gonzalo Arango, por ejemplo, nos contaba, con su peculiar estilo, su propia experiencia: “El carnaval se integra en el delirio de la multitud. Como un monstruo sagrado, sediento antropófago, devora tu individualidad y te arroja en la gran hoguera crepitante donde la danza te purifica hasta alcanzar el éxtasis, la libertad”). Pero también, con el creciente énfasis en los desfiles ordenados y regulados, con la intervención de antropólogos, folcloristas, historiadores de la cultura, expertos internacionales, funcionarios especializados, patrocinadores y medios de comunicación, con miles de turistas y curiosos, aparece con mayor claridad la brecha entre los que observan, toman fotos y apuntes, aplauden y analizan, y los otros, los que se suman, sin freno, al vértigo de la fiesta.

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