Carne y piedra después del COVID-19

Columna del lector
06 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Por Alejandro Sebastián Mejía Baldión

La pandemia causada por el COVID-19 inevitablemente representará un punto de inflexión en la forma como convivimos en las ciudades contemporáneas. Cuando se logre sobrepasar la crisis sanitaria que se originó en todo el planeta por este virus (ya sea a través de la difusión de una vacuna, las restricciones y medidas de sanidad permanentes y/o la inmunización colectiva), tendremos que decidir cuál es la ciudad en la que de ahí en adelante queremos vivir. La puesta en evidencia de nuestra extrema fragilidad por un virus nos pone ante una coyuntura radical sobre el rumbo de las ciudades modernas. Estamos ante la oportunidad de elegir entre un espacio urbano que nos mantenga aislados y “protegidos” entre seres humanos o una urbe que invite a la interacción y al contacto con el Otro.

Propongo inicialmente un ejercicio mental. Imagínese por un momento que está ubicado en un espacio que para usted es cómodo y tranquilo. Imagínese ese espacio ideal con todos los detalles que tendría. Ahora pregúntese: ¿en ese espacio imaginado había algún contacto físico con otra persona? Lo más probable es que no. Que se haya imaginado usted sólo en su casa, cómodamente sentado en su sofá. O posiblemente se imaginó en un bosque, meditando y en contacto únicamente con la naturaleza. Puede ser incluso que su espacio ideal esté amarrado inexorablemente a una persona amada: su pareja, sus hijos, sus padres, hermanos o amigos. Me atrevo a asegurar que muy pocas personas se habrán imaginado a sí mismas sentadas en algún espacio público o en contacto con una persona extraña. ¿Por qué las representaciones que tenemos de la comodidad están tan distanciadas de la interacción y el intercambio con el otro, por qué son tan temerosas de la diversidad y de lo extraño?

Richard Sennett, en su libro Carne y piedra (1994), hace un recorrido por la historia de la ciudad tomando como punto de partida la experiencia corporal. A partir de este recorrido encuentra que la ciudad moderna se ha diseñado buscando limitar al máximo el roce, la perturbación ante lo diferente, privilegiando el movimiento, el confort individual y el desarrollo del mercado. Ejemplo elocuente de esto son los conjuntos cerrados, las autopistas, suburbios, centros comerciales, entre otros espacios urbanos. Sennett explica esto en su libro por la dificultad que tenemos como seres humanos para asimilar lo que es ajeno a nuestros esquemas mentales o imágenes conocidas. La ciudad actual es resultado del miedo que tenemos ante lo que no encaja en nuestros estereotipos o imágenes ideales, miedo que nos lleva a la pasividad, a buscar el menor contacto posible con ese extraño que nos hace sentir amenazados. Esto explica en parte también por qué a pesar de construirse espacios destinados para la interacción entre extraños (como bulevares, plazas y parques), esta no ocurre en la práctica.

Sennett concluye en su libro que este reconocimiento del Otro en la ciudad no vendrá de la rectitud política o la compasión, sino únicamente cuando seamos conscientes de nuestras propias carencias sensoriales en el espacio urbano. A partir de allí es cuando podremos abrir los ojos y el tacto hacia el diferente, hacia la experimentación del extraño. Como dicta la sabiduría popular: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”. Este es precisamente el punto en el que nos ha puesto la crisis generada por el COVID-19 y las medidas radicales de confinamiento social con las que se ha afrontado su contagio. Estar viviendo en carne propia el aislamiento completo de la sociedad nos ubica en una posición única para reconocer las limitaciones corporales de nuestras ciudades modernas y decidir si las acentuamos o las corregimos.

Corremos el riesgo de acentuar este aislamiento porque el miedo nos ha llevado a la segregación y la exclusión en la forma urbana históricamente. El temor al extraño en el espacio público y la nula interacción entre diferentes es algo arraigado en nuestro inconsciente colectivo y el espíritu de la individualidad se despierta más fácilmente ante una amenaza como esta. Ante el miedo al contagio podremos aislarnos permanentemente unos de otros y acentuar la falta de intercambio entre extraños. Ya no le temeremos solo al pobre, al negro, al habitante de calle, al travesti, al indígena, sino también al enfermo. O, por el contrario, podremos ver la necesidad urgente que tenemos como especie de interactuar con el otro, de la experiencia de la carne, del diferente para reconocernos, de estar unidos para poder construir mejores sociedades.

Quiero creer en este virus como una oportunidad para lo segundo, para despertar de la falta de contacto con el extraño en la ciudad. Para que dejemos de salir a la calle y ver al Otro como algo amenazante. Pareciera que las imágenes en Italia y España de personas urgidas por el contacto en los balcones de los bloques de apartamentos así lo sugieren. En los mismos apartamentos que han sido la mayor expresión urbana de aglomeraciones sin contacto. Quizás solo hasta que presenciamos el aislamiento completo pudimos notar lo equivocados que estábamos al crear espacios urbanos en los que la interacción humana es mínima. Necesitábamos vivir la ansiedad y el tedio que genera nuestra comodidad para despertar la consciencia de la necesidad de la carne en la ciudad. No habremos aprendido nada si dejamos que el miedo se imponga nuevamente, si eliminamos completamente el roce, el intercambio, la cercanía. Habremos renunciado al más bello de los sueños humanos: vivir en comunión.

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