Cavilaciones teóricas

Mauricio García Villegas
14 de abril de 2018 - 08:35 a. m.

Sócrates fue injustamente condenado a muerte por las autoridades de Atenas. A pesar de la iniquidad que se cernía sobre él, decidió aceptar su destino y morir por las leyes de su ciudad. Cuando Critón, uno de sus discípulos, le quiso ayudar a huir de la prisión, Sócrates le respondió lo siguiente: “¿Acaso eres tan sabio que no ves que la patria merece ser honrada más que la madre, que el padre, y que (…) es más venerable, más santa, más digna de la mayor estima para los dioses y para los hombres sensatos?”.

A nosotros, educados en los valores de la modernidad, la decisión de Sócrates nos parece absurda; heroica tal vez, pero absurda. Morir por una ley injusta o incluso sacrificar un derecho propio en aras del bien colectivo nos resulta extraño. Toda la Ilustración se pensó para invertir el orden de prioridades que habían concebido los griegos: el individuo no se debe al Estado (a la patria o a la sociedad), sino que es el Estado el que se debe a los individuos.

Este giro copernicano fue un avance extraordinario de la filosofía política, que permitió humanizar el ejercicio del poder y sentar las bases de la democracia. Pero el humanismo que reemplazó el amor gregario por el amor propio no siempre avanzó por un camino de rosas. “El individualismo —decía Tocqueville— es un sentimiento reflexivo y apacible que lleva a cada individuo a aislarse de sus semejantes y refugiarse en la familia y los amigos; de suerte que, después de formar esta sociedad pequeña para su uso particular, abandona la sociedad grande a su propia suerte”. Está bien hacer del individuo el centro de la sociedad, lo que no está bien, dice Tocqueville, es haber menoscabado el sentimiento colectivo y el aprecio por las virtudes públicas que tenían los antiguos. Lo que no está bien es esta desidia generalizada, esta ausencia de virtud social a la que nos ha conducido el individualismo.

Los defensores a ultranza del capitalismo empeoraron la indolencia de los individuos con el bien público. Una buena parte de los clásicos del neoliberalismo, por ejemplo, puso el fundamento del orden social en los rasgos menos gregarios del individuo, como la codicia y la ambición que, dicen, son los motores del avance económico e incluso moral de la sociedad. Para ponerlo en los términos de Bernard Mandeville, lo que antes eran vicios privados, como la avaricia y la vanidad, se convirtieron en virtudes públicas: el buen ciudadano no es aquel que contribuye al bien social, sino aquel que satisface su propio egoísmo para enriquecerse. El consumo pasó a ser la nueva religión civil.

Muchos han reaccionado ante semejante descrédito de los valores colectivos. Los primeros fueron los revolucionarios franceses (siguiendo a Rousseau) que implantaron una sociedad compuesta de ciudadanos virtuosos y entregados al bien público, pero que no pudieron detener el fundamentalismo y la guerra civil. Hoy tenemos a todos los populismos, de extrema derecha e izquierda que, avivando vicios públicos como la rabia y el fanatismo, quieren acabar con la prepotencia del individualismo.

Tal vez el mayor desafío político que enfrentan las democracias actuales es rescatar algo de la virtud pública y ciudadana que predicaban los griegos, sin caer en los populismos de todo tipo que hoy se ofrecen como salvadores de la sociedad.

Me dirá usted, amigo lector, que estas son meras cavilaciones teóricas. Sí, puede ser, pero tienen enormes implicaciones prácticas. Menciono solo una de ellas, actual y concreta: la semana entrante los senadores deben dar su aval a la consulta anticorrupción, para que los colombianos ayudemos a crear un Estado más virtuoso y más digno. Esperemos que lo hagan.

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