Rabo de ají

Células indeseables

Pascual Gaviria
06 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Nunca fue tan peligrosa la metáfora fisiológica que nos describe como un cuerpo social, como un organismo vivo en el que cada cual está obligado a cumplir una función determinada. Ahora somos células en medio de un proceso degenerativo, células potencialmente infectas y por tanto necesariamente acondicionadas y vigiladas para el bien social. El Estado, la Iglesia y los moralistas consumados han tenido siempre ese concepto: los individuos son apenas un medio para un orden social deseable.

En tiempos de pandemia esa idea se irá llevando a límites ridículos cuando no francamente peligrosos. La vida está en juego y el “egoísta nato” del que hablaba Auguste Comte tendrá que ser corregido y arrastrado hasta el altruismo. Así, como el modo en que todos los adornos se miran con desprecio en estos momentos de urgencia (las flores son alardes innecesarios y los perfumes son casi obscenos), las sutilezas de algunos argumentos o los reparos a las obligaciones gubernamentales son vistos como un descaro inaceptable. “No estamos para andar hablando de libertades, la seguridad está por encima de todo”. La desmesura del cuidado es una religión y su solo cuestionamiento es una herejía que atenta contra la vida del “cuerpo social”. Los salubristas tienen la palabra. En adelante, la vida deberá responder a sus cuidados y sus mandatos para hacerlo todo más cierto y más seguro. La iluminación, el olor y los modales de las farmacias deberán imponerse poco a poco por el bien de todos. Lo demás son absurdos arrebatos individualistas. No habrá espacio ni siquiera para el descuido o el desprecio por la vida propia: “No, arriesgar su vida es también arriesgar la vida de los demás. De modo que usted debe someterse al cuidado que le receta el Estado”. No importa que ese cuidado sea absurdo, o que cambie según el gusto de cada presidente, alcalde o rector de colegio.

Una página de Un mundo feliz tiene un diálogo revelador entre Bernard Marx, el hereje de turno, y Lenina, acostumbrada a los dictados de la alegría perenne: “Cuando un individuo siente, la comunidad peligra”, dice Lenina. “Bueno, y por qué no puede peligrar un poco”, responde Bernard para asombro e indignación de su amiga. Esa palabra “siente” podría cambiarse hoy por disiente, reniega, desobedece… Incluso por pregunta. Los políticos son los grandes beneficiarios del afán ciudadano por obedecer, del llamado a la actuación coordinada. Son los directores de una coreografía social donde ejercen como líderes severos y preocupados: “estamos salvando vidas” es su frase preferida, siempre en el tono de padres o madres acuciosos. Y cuando la policía no es suficiente para que se cumplan los deberes de salvación colectiva, aparecen los agentes oficiosos, ciudadanos vociferantes dispuestos a ejercer el control de manera espontánea. Son la sobrerreacción del sistema inmune, la causa de la hinchazón y los graves daños en el cuerpo que buscan salvar. Gritan desde las ventanas, condenan en las redes sociales, llaman al linchamiento social. Es el coro social de los decretos, la manifestación más notoria de la neurosis colectiva que produce el encierro.

El gobierno de Nayib Bukele en El Salvador es el paradigma del autoritarismo protector. La semana pasada pidió mayor severidad para quienes violan la cuarentena. Habló de “doblarles la muñeca y encerrarlos, en medio de desconocidos, durante 30 días”. Para ese encierro eligió el Tabernáculo Bíblico, una iglesia bautista que está vacía y sin sermones. Ya se dan abusos y maltratos al interior, pero la policía no interviene, son células indeseables del cuerpo social.

 

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