Cerebros no fugados: cerebros ignorados

Columna del lector
20 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

Por Juan Sebastián Beltrán

La última vez que lo vi, desde la privilegiada vista de la ventana de un bus, Edwin llevaba la misma maleta negra que cargaba el viernes de mayo en que me abordó frente al Museo Nacional. Lo reconocí sobre la calle 19, a la altura de la carrera 9ª, por su forma cautelosa de caminar, la mirada escondida detrás de los lentes de marco grueso, y su innegable aura de meditabundo: un sabio de poco más de 25 años y de escasa cabellera, escondido entre el río interminable de personas del mediodía bogotano. Quién sabe qué libros llevaría en su maleta, con la ilustre intención de venderlos a personas interesadas en la literatura de cualquier tiempo, y a quienes él reconoce por lo que llama un “ojo clínico”.

Con Edwin, este contrabandista de conocimiento capaz de recitar a los mejores poetas de memoria, son contados los jóvenes colombianos que no se rinden a la intransigencia del desalentador panorama laboral que espera a los recién graduados o a las casi inexistentes ofertas de trabajo para quienes, por cualquier razón, carezcan de un cartón que les dé el título de profesionales. Sin embargo, en la contraparte natural, los “cerebros fugados”, estas mentes brillantes que abandonan el país en busca de mejores oportunidades, no cuentan una historia distinta: para febrero del 2018, en la Cancillería se encuentran registrados más de 28.000 colombianos residentes en el extranjero con visa estudiantil. Muchos de ellos prefieren un trabajo de meseros en cualquier país europeo, antes que la incertidumbre laboral de su patria.

No obstante el absurdo panorama laboral colombiano, son sorprendentes los casos excepcionales de los genios que pasan los días de incógnitos en una sociedad tanto más desesperanzada que desorientada. Habría que preguntarse, entonces, cuánto hablan de nuestro país las personas como Edwin; cuánto hablan de esas oportunidades que sobre el papel son panacea, pero en la realidad son una invectiva despiadada por parte del sistema laboral poco funcional. Este problema, en todo caso, parece todavía más profundo de lo que se cree. No es, pues, la solución crear oferta para que los jóvenes se instruyan en aquello que “se necesita”, una visión acaso más mercenaria de lo que se quisiera. Y no es tampoco esperar a que la situación mejore con empleos informales que, de alguna manera, se acomoden a los gustos de cada quien. La solución podría aparecer en un ejercicio íntimo y aun exhaustivo de revisión del país, una agotadora introspección para resolver, más allá de lo inmediato y evidente, por qué los cerebros se seguirán fugando y por qué los que deciden quedarse son marginados consciente o inconscientemente: por qué, en otras palabras, no se apuesta por su brillantez.

La historia de Edwin es aquella escrita en cursiva, aquella que está destinada a desentonar en la que, día tras día, deja de ser patria y comienza a tomar el lugar de la gran cloaca nacional. Mientras tanto, nuestros cerebros no fugados seguirán trabajando tras bambalinas, seguirán siendo apenas sombras nuestras, como el mismo Edwin me lo expresó antes de despedirse; antes, incluso, de sellar el pacto tácito —que ahora he quebrado— de nunca mencionarlo ante ninguna persona.

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