César Gaviria

Juan David Ochoa
02 de junio de 2018 - 04:00 a. m.

Mientras la Izquierda recibe los últimos golpes de la traición, la Derecha ha organizado sus bloques y ha subastado los cargos de su próximo futuro con las reglas históricas del pragmatismo. El establecimiento y sus corrientes que han simulado siempre un antagonismo ideológico en sus disputas intercaladas por el poder  ya se encuentran unificados  al lado del nombre que ha convocado todas las alianzas para su victoria. Vargas Lleras y los caciques de su partido lo decidieron sin nervios inmediatamente después de su fracaso, producto de otras traiciones y desbandadas internas; El Partido de la U, que se ha vendido a todos los intereses cíclicos del poder, lo hizo por naturaleza y antonomasia; el Partido Conservador solo es un nombre  vigente y sin razón por su adherencia antigua al uribismo; y El Partido liberal, que agonizaba desde sus últimas sombras con su burocracia ancestral y sus mártires escupidos y olvidados, ha decidido enterrar su bandera y entregarse a la voracidad del caudillo que absorbió la historia política del país para saciar sus venganzas.

Quien hizo el pacto de venta fue su director: César Gaviria Trujillo; el antiguo advenedizo que recibió el poder por la herencia de un muerto que quiso renovar las viejas esencias del partido y fue acribillado por las alianzas secretas de la mafia y las mezquindades internas de un liberalismo improvisado. Gaviria enterró a su mentor, y su periodo fue el principio  de un velorio histórico que fue ambientado por las velas de todas las regiones que soportaban el apagón y los bombazos del Capo enloquecido con quien había canjeado su clandestinidad por su confinamiento en un palacio. Pero su talante mercantil sobre los fundamentos innegociables lo demostró con la apertura oficial del neoliberalismo; fue el principio progresivo de los recortes en gastos públicos para asumir  las órdenes del Fondo Monetario Internacional que empezaría a imponer  decisiones estructurales sobre un país que aún seguía ahogándose en sangre. Su representación de las ideas liberales parecía más acorde a la defensa de los principios económicos del conservatismo más primario y ligado a los nombres de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez, los incendiarios de toda esta historia de presunción colonial. Fue su mandato el que traicionó la médula del partido y lo convirtió en un color sin principios, y en esa espiral se conjugaron todos los pactos y las ventas, y desfilaron después todos los nombres provenientes de todas las orillas políticas para escamparse en una franquicia que ya ofertaba sus curules al mejor postor.

Queda claro ahora que su proceso previo al plebiscito como promotor del SÍ no fue más que una postura burocrática con el gobierno de turno, y que su historia no fue más que la de un mercachifle con suerte y un traidor de difuntos: fulminó un partido entero, entregó el Derecho Fundamental de la paz a una caterva de carniceros como un botín en venta y destrozó la vida política de Humberto de la Calle; el último estadista. Gaviria demostrará ser hasta el final lo que siempre ha sido sin asco y sin vergüenza por ser su única y mayor virtud: un sepulturero.

 

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