Chanfle y ensayo

Julio César Londoño
08 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

Cuando escriben sobre el ensayo, los profesores no resisten la erudición de volver a citar al “padre Montaigne”, lo que es tan original como citar a Cervantes el Día del Idioma, e insisten en que el género exige investigación y “rigurosidad”. Se equivocan cuatro veces. Citar a Montaigne está bien para Google, en su entrada essay, o en un estudio sobre don Miguel, y ya. Creer que se puede escribir un ensayo a golpes de investigación es tan ingenuo como pensar que podemos hacer poesía a punta de diccionarios. El tercer error consiste en utilizar la palabra rigurosidad, teniendo a mano una palabra seca y suficiente, rigor. El cuarto error es creer que el rigor, una virtud de los tratados y una obsesión en los cuarteles, es también un requisito del ensayo.

Nota: rigurosidad sugiere algo maluco, áspero, verrugoso. La prueba de que es una palabra muy fea es que Vargas Llosa la utilizó 47 veces en La orgía perpetua. Y la prueba de que el peruano es sordo es que fue capaz de ponerle Morgana a su hija. El nombre está bien para una señora obesa y mayor, pero chantarle esa cosa a una bebé es un pecado que solo se paga escribiendo tratados contra la sociedad del espectáculo los días pares, saliendo en las revistas del espectáculo los días impares y durmiendo todos los días con una señora que fue espectacular en los siglos pasados. Pero me desvío.

El buen ensayista no investiga. Escribe sobre temas en los que ha reflexionado largo tiempo. Sabe que solo se puede escribir sobre cosas que uno ha llevado largo tiempo en la cabeza y en el corazón. Nadie puede decir, digamos, voy a investigar esta noche sobre partículas de altas energías porque tengo que hacer un ensayo físico mañana. No. Como diría san Agustín, no es bueno investigar pero es bueno haber investigado.

Un buen ensayista tiene que saberlo todo sobre su materia, incluso qué es lo que los lectores saben (por ejemplo, que Montaigne es el padre), para no andar repitiendo vejeces. El ensayo exige primicias y, algo que olvidan muchos, tensión. Sin tensión, la reflexión resulta flácida, enciclopédica. Académica, en el sentido tedioso del adjetivo.

Pedirle rigor es un contrasentido porque el ensayo es eso, una prueba, un ejercicio, no una monografía. Es un boceto, no un óleo. Una cometa, no un ladrillo. No sentencia, especula. No repta a punta de penosos silogismos: vuela.

La erudición, que es un punto de llegada en el tratado y las monografías, para el ensayista es apenas el comienzo, el trampolín donde se apoya para salvar los vacíos de la ciencia o del espíritu o sus propios límites.

Exigirle rigor a un ensayista es como pedirle bibliografía a un poema o normas APA a un diagramador. El ensayista tiene licencia de irresponsabilidad. Por eso puede ir más allá del científico y escribir poéticas como Borges o metafísicas como Hawking, Steiner, Harari y Sagan.

Así fue como descubrieron que el desastre de la Biblioteca de Alejandría no fue el incendio de grandes obras, sino la pérdida de un verso, la línea capaz de poner una sonrisa en los labios de Dios; que somos diestros, no zurdos, porque así nuestro puñal está más cerca del corazón del enemigo; que el lenguaje es comunicación, claro, pero su función secreta es urdir ficciones capaces de aglutinar la tribu; que las teorías se hacen con rigor, pero nacen de asociaciones muy libres.

Para terminar, cuatro especulaciones francesas.

El brujo y el científico se parecen: ambos explican fenómenos visibles por medio de fuerzas invisibles.

El futuro ya no es lo que era.

La principal argucia del Diablo es hacernos creer que no existe.

No hemos avanzado gran cosa: solo producimos tautologías y contradicciones.

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