Chontaduro y esperanza

Jaime Arocha
20 de junio de 2017 - 03:15 p. m.

Escribo indignado por el atentado en el Centro Andino. Deseo que el liderazgo político por fin asuma su responsabilidad para desterrar la polarización.

En 1987, vendedoras de chontaduro del Distrito de Aguablanca en Cali comenzaron a desarrollar proyectos de estética plástica, musical y danzante. Como la palma de chonta está en riesgo, hoy crece el simbolismo del nombre que le dieron a su organización, Casa Cultural el Chontaduro. En el Chocó ya no se consigue esa delicia de la alimentación tradicional, con efectos devastadores para la identidad del Afropacífico.

El pasado 16 de mayo, Vicenta Moreno Hurtado resumió la meta de esa casa: “Cómo generamos pueblos más libres, cómo nos liberamos cada vez más”, propósito que explica porqué sus afiliadas figuraron entre las primeras en tomarse la Defensoría del Pueblo en Cali, y de esa manera fortalecer el apoyo nacional al paro de Buenaventura. Fueron más allá del repudio por la desmesura violenta contra la protesta pacífica, para constituir una veeduría que hoy ya se consolida dentro y fuera del país. Vigilará los compromisos que suscribió el Gobierno y velará por su cumplimiento.

Tambores y ritmo amplificaron el sentido de la consigna que también retumbó en Quibdó: “el pueblo negro no se rinde ¡carajo!”, muy concordante con el canto y el baile mediante los cuales las mujeres del chontaduro exorcizan traumas pasados. Por años, Cristina Moreno Hurtado pugnó por expulsar la amargura que le causaba el que las monjas que la educaron persitieran en reiterarle que el origen de su gente era la maldición de Dios a Can. Por su parte, Elena Hinestroza Venté baila para paliar el terror por su destierro desde Timbiquí, porque “cuando yo como mujer negra afrodescendiente digo quiero bailar, estoy sintiendo que quiero libertad … retomar mi cultura, mi tradición”.

No obstante el robustecimiento de las identidades negras, a las semanas pasadas también las opacaron dos asesinatos. Gregorio Urbano Moreno Hurtado cayó víctima de un compromiso con la vida comparable al de sus hermanas Vicenta y Cristina: recibió un tiro por defender a un joven a quien perseguía un hombre armado. El segundo fue Bernardo Cuero. Lo conocí hace 35 años liderando con Rafael Valencia a los pescadores artesanales de Tumaco, donde más tarde apoyaría el trabajo de la hermana Yolanda Cerón en pro de la territorialidad ancestral de las comunidades negras. Asumió la fiscalía de la Asociación de Afrocolombianos Desplazados (Afrodes). Junto con la Oficina de Washington para Latinoamérica (Wola) y el Instituto para la Raza y la Igualdad, esa organización había denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la indefensión de Cuero. A él, la Unidad Nacional de Protección tan solo le había dado un chaleco antibalas y un celular para hacerle frente a las decenas de amenazas que recibía. Afrodes también alerta por las intimidaciones racistas en Cali, Cartagena, Bogotá y Soacha, donde ya han caído doce jóvenes, además de los 6.000 desplazados del Afropacífico durante el postacuerdo.

María Elvira Solis, otra mujer del chontaduro, canta para espantar el horror del bazuco. Nos invitó a corear “mi abuela ya lo bailó, ahora lo bailo yo”. La afropoética rima con sueños esperanzadores de los cuales hoy estamos urgidos.

* Miembro fundador del Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional.

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