Cinco mil y más azotes

Arturo Guerrero
12 de abril de 2019 - 06:05 a. m.

Flagelarse, autopropinarse cinco mil y más azotes, coronarse de espinas: así podría triunfar esta semana santa en Colombia. Durante siglos, este país se acostumbró al lenguaje de una religión sanguinolenta. También a la acción martirizante: nos asesinamos a gusto. Es hora de darles vuelta a aquellos símbolos, para cerrar las venas.

Que los latigazos sirvan de algo, que el mea culpa nos saque de la horrible noche de estos tiempos. Juan Ricardo Ortega, el exdirector de la Dian que tuvo que salir corriendo para que no lo mataran, recomendó hace poco en El Espectador una receta para aplacar la pelea de perros y gatos:

“Acordar un perdón amplio, incluyente y tolerante a realidades muy complejas. Hay que cambiar el marco de la discusión, pues el tema no puede seguir siendo quién es el más malo o el más culpable”.

Es cierto, las realidades son muy complejas. Las matanzas vienen de antiguo. Cada calavera retoñó en desquites y sangrenegras. Los brazos homicidas culpan a sus víctimas de ser ellas quienes empezaron el tormento. Nadie reconoce las consecuencias de haber permitido al odio o al miedo gobernar sus gatillos. Tras una cadena de venganzas se levantaron las generaciones sobrevivientes.

Ahora bien, después de reconocer esta complejidad histórica, es peliagudo el perdón amplio. ¿Quién perdona a quién, y de qué lo perdona? ¿Si el punto de partida es el alegato de que los ´malos´ son diablos y es preciso aniquilarlos, cómo ensayar la indulgencia? ¿O cómo admitir al menos la eventualidad de que todos quepan en el mismo territorio?

Aquí es donde juega la semana santa en el cambio de la discusión. ¡Azotarse! En vista de que existen dos polos irreconciliables, cada uno de ellos ha de poner sobre la mesa las cartas de su desatino. No para descifrar cuál es el más culpable. Más bien para hacer luz en torno del virus mortal que algún día mordió su cerebro y lo llevó a mezclar la política y la sangre derramada.

Una sugerencia: no poner el énfasis en quién empezó la barbarie. Dejar de retroceder sobre el huevo o la gallina. En cambio, hurgar en la esencia de aquella doctrina que le dio bendición a la matazón. Atrapar en la mente la toxina que entronizó la guerra como método de mejorar la humanidad.

Es que uno puede pedir y dar perdón sobre creencias malsanas que en épocas negras dieron órdenes equivocadas. Esto se llama autoexamen. Cualquiera puede haber caído bajo el vasallaje de fanatismos o del pánico a ser despojado. También cualquiera puede llegar a la lucidez.

La principal lucidez estriba en que ningún orden sobre la Tierra es mayor que la majestad de la vida. Una vez admitida esta claridad, una vez puesto el reconocimiento del error propio ante el pecho del contrario, se abre la interlocución.

Nadie es ciento por ciento culpable ni ciento por ciento inocente. La porción de inocencia del otro es la semilla de la inclusión y la tolerancia. El desahogo de su pretérita brutalidad seminal podría conducir al perdón amplio.

arturoguerreror@gmail.com

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