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¿Cisma?

Tatiana Acevedo Guerrero
12 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Antes de la confrontación partidista de finales de la década del 40 hubo otra, mucho más acotada, en departamentos como Boyacá, Santander y Norte de Santander. En informes sobre la situación en este último departamento se cuenta cómo además de los sospechosos de siempre (grupos de seguridad privada, policía de rentas, liberales, conservadores y contrabandistas sin filiación), el clero jugó un rol importante dentro de la violencia.

Sobre las circunstancias en Sardinata, el comandante encargado responsabilizó, en parte, al cura. “El párroco de esta población es el encargado de reclutar conservadores en las distintas veredas, y en los municipios aledaños de Lourdes y Gramalote”, explicó. Añadió cómo, ante la llegada inesperada de tan numeroso grupo de gentes armadas al municipio, se presentó un desplazamiento masivo de alrededor de “300 pobladores que huyeron hacia veredas vecinas”. Meses después, en otro informe rendido por la Rama Judicial sobre los municipios de mayor turbulencia, se resaltó la responsabilidad “del presbítero Esteban Mendoza”, quien, según el expediente, actuó en contubernio con el obispo Afanador, que residía en Pamplona. “El señor obispo, al tener conocimiento de la grave responsabilidad que al padre Mendoza le cabía en los sucesos, optó por solidarizarse con su actitud y sustraerlo del imperio de las leyes de la República”, constató el juez. Varios funcionarios públicos coincidieron en señalar al mentado monseñor no solo de condescender con las actuaciones belicosas de sus subordinados, sino de facilitar armas. E incluso hubo iniciativas diplomáticas ante la Santa Sede para que el propio papa interviniera en el desarme del señor obispo.

Pese a que los desmanes podrían hacernos pensar lo contrario, la Iglesia en Norte de Santander estaba lejos de ser homogénea. Algunos curas que se opusieron a la violencia contra liberales acusaron a otros miembros de la misma parroquia de esconder armas y de radicalismo. En el municipio de Villa Caro, según registros del Ministerio de Gobierno, “el padre Guarín desarrolló una activa campaña incitando a los conservadores a la confrontación y fue denunciado por otro cura de Villa Caro a la Policía Nacional, la cual tuvo que enviar un destacamento a defender la vida del denunciante”. A menudo se presentaron enfrentamientos de palabra entre los mismos miembros de la curia, pues no era esta una institución monolítica, y poseía diferentes facciones y tensiones. Mientras algunos acumulaban tierras y buscaban cuidar los privilegios de los que gozaron durante la hegemonía conservadora, otros se sentían más cómodos con la democracia y arriesgaron la vida por defender principios de no violencia.

Esta es, quizás, una constante en la historia de la Iglesia católica nacional y por esto no es extraña la contradicción entre una facción poderosa y conservadora agrupada en instituciones como la Nunciatura y las palabras resignadas de Darío Monsalve, arzobispo de Cali, quien alertó sobre una especie de “venganza genocida” que el Centro Democrático instiga contra los procesos de paz. Hubo, como él, algunos curas sensatos en contra de la campaña de fanatismo que apoyaron tantos religiosos durante los años 40 y 50. Y en décadas más recientes, mientras tantos clérigos se anquilosaron en intransigencias, ambiciones, parroquias acomodadas y colegios, otros, inspirados por la teología de la liberación o los votos de pobreza, hicieron las veces de activistas en muchas regiones del país. La hermana Yolanda Cerón, directora de la Pastoral Social de Tumaco, colaboró en la titulación de cerca de 96.000 hectáreas de tierra de las comunidades negras antes de ser asesinada, en 2001, a manos de un bloque paramilitar en cabeza de Guillermo Pérez Alzate, quien fue extraditado antes de que pudiera contar quién dio la orden de asesinarla.

 

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