Sombrero de mago

Clientelismo y otras corrupciones

Reinaldo Spitaletta
15 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.

En Colombia se ha establecido una cultura de la servidumbre política. Se puede denominar clientelismo, gamonalismo, caciquismo o tener otras asignaciones. Puede ser una derivada de aquella condición de que hay otros que piensan y deciden por uno. Sucede cuando los conceptos de libertad e independencia no se tienen claros. Es más, ni siquiera se contemplan, porque no hay razonamiento, solo dependencia, lazos (o cadenas) de antiguas esclavitudes.

A partir del Frente Nacional, una alianza excluyente que decidió la repartición del Estado de parte del binomio político Liberal-Conservador, el mismo que aupó y desenfrenó la Violencia, el clientelismo ha cabalgado a sus anchas en un país que todavía conserva, en distintos aspectos, rezagos feudales, rescoldos coloniales.

Esta corrupción y manipulación de la política, con raíces en el caudillismo del siglo XIX, se perfeccionó con la distribución entre “azules” y “rojos”, es decir, entre sus cabecillas, si no de la totalidad del botín estatal, al menos de su usufructo desaforado. Equilibrio milimétrico para la repartija. Y toda la parafernalia basada en la presencia de caciquillos y figurines regionales, en los dueños de la tierra, en los hacendados y ricachones.

Se erigían los gamonales (bueno, pasa todavía) como seres dotados de todas las virtudes divinas, mesiánicas. Sobre ellos, a su alrededor, se creaban auras y halos de redentores, de gente sin la cual no habría salvación posible. El otro, el obedecedor, el que nada tenía, el dependiente, se postraba ante el figurón sacrosanto, al que solo faltaba prenderle velitas.

A la clientela se le prometen puestos. O se le adula con un sancocho, una botella de licor, un espectáculo deprimente de músicas chabacanas. Cositas así. Y esta desviación de la política, o su putrefacción, su decaimiento, ha prosperado en un país en el que el gamonal y todas sus variantes (el capo, el dueño del negocio, el patrón…) son de fácil consumo. Porque, o se galopa sobre la ignorancia de los siervos, o se les aprovechan sus necesidades materiales para el ejercicio de la demagogia. El “promeserismo” que llaman.

A la clientela de sufragantes se le mantiene aherrojada, atada a las ambiciones, disfrazadas de servicio, del cacique transmutado en político. Lo que él diga es palabra divina. ¿Qué hay que hacer? ¿Por quién hay que votar? Lo que usted mande, patroncito. Puras relaciones entre una suerte de sacerdote dominante y una feligresía sin capacidad de discusión ni resistencia.

 

El clientelismo, aquel que compra votos, que seduce con mentiras, que hasta llega a cambiar “articulitos” de la Constitución con una feria de notarías y otras sinecuras, o con la más moderna “mermelada”, también trasciende las trapisondas electoreras de “buena familia”, con las alianzas non sanctas.  La historia reciente de Colombia está atiborrada de conexiones entre políticos y narcos; entre aquellos y los paracos, para configurar la “parapolítica”. Y no siempre el asunto es de obnubilar a los “beneficiarios” con carnavalitos y perendengues, sino, como se ha visto, de obligarlos a votar.

El clientelismo, degeneración de la política, es un atentado contra la democracia, contra las prácticas del debate y la resistencia civil. Mejor dicho, este apestoso ejercicio es una negación de la política, en el sentido de la participación, la construcción de disensos (no de consensos), la confrontación ideológica. Y la deliberación civilizada.

Hoy, cuando tales patologías han conducido a la práctica de una corrupción sin límites, la consigna clientelista es la de votar por el que diga x o y, mejor dicho, el gamonalito de turno, al que debemos obediencia y rendimos pleitesía. Ah, sí, votaré por quien él diga, porque me ayudó a conseguirle empleo a una hija, a una tía, a un entenado. Cosas así se dicen. Las miserias del desempleo. Los resultados del sometimiento.

Son los tiempos, ya viejos, de los barones electorales; de los que deciden a su arbitrio la suerte de los demás. De los vendedores de milagrerías, de los que aprovechan su condición de adinerados para montarse a horcajadas en las carencias de los otros. Y pasa, como en los más alucinantes relatos del realismo mágico, que siguen mandando los caciques, aunque hayan estado presos, aunque hayan sido condenados por diversas corruptelas. Y organizan la clientela desde la cárcel, casi siempre situada en su casa.

El clientelista pone al Estado al servicio de su mezquina causa. Seduce con parapetos de cartón, con vanas promisiones, con escenografías de papel maché y utilerías desechables. Tiene a su servicio una corte de paniaguados, tan desvergonzados como él. Quizá sea la hora de decir, con Bertolt Brecht: “¡No temas preguntar, compañero! / ¡No te dejes convencer! / ¡Compruébalo tú mismo! / Lo que no sabes por ti, / no lo sabes”.

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