Clonar paisaje

Brigitte LG Baptiste
05 de abril de 2018 - 04:00 a. m.

En ese ecosistema virtual de las redes sociales donde predomina un ambiente de linchamiento permanente, se critica fuertemente la homogeneidad de los cultivos, sea producto de la similitud genética de las semillas o del manejo de poblaciones de una sola especie. Si bien sabemos que la baja diversidad genera vulnerabilidad ecológica y predispone a los eventos catastróficos, también sabemos que permite concentrar la energía e incrementar la productividad por periodos cortos de tiempo, la base del éxito de la humanidad. El impacto ambiental de todas las agriculturas ha sido gigantesco y, en parte, inevitable: ha configurado, junto con las ciudades, la infraestructura humana y todas sus prácticas asociadas, paisajes contemporáneos completamente atípicos en la historia del planeta, unos mejores que otros en términos de sostenibilidad y resiliencia; la diferencia radica hoy en la conciencia creciente de una cultura que ha evolucionado durante este proceso y sabe algo de ecología, de manera que no necesita regresar al paleolítico para volver a empezar, como parece que algunos quisieran.

Curiosamente, ese principio y defensa de la diversidad y heterogeneidad no lo aplicamos a los ecosistemas. Queremos vivir quietos en la foto, queremos que no nos toquen los árboles, el río, el paisaje. Insistimos en la permanencia estática, con niveles de subjetividad intratables: como personas, estamos demasiado involucrados con el limitadísimo (y cada vez más virtual) rango de acción que enmarca nuestras experiencias a la manera de un parque temático, fuente imaginaria de argumentos para clonar el paisaje una y otra vez, incluso con modelos totalmente ficticios.

Reconociendo que los afectos son parte fundamental del diseño de los paisajes, pues nos apegamos a nuestros árboles, nuestras aves, nuestro vecindario ecológico, también hay que ser capaces de entender la destrucción creativa dentro del arte de la gestión ambiental. Por ese motivo, la evaluación de los efectos reales del cambio, junto con los costos y tiempos a invertir en la recuperación ambiental después de una perturbación son difíciles de establecer: dependen de la decisión social acerca de la configuración que debe y puede tomar el paisaje (dentro de ciertos márgenes, aún no somos ingenieros de planetas). Las exigencias de ciertos actores de mantenerlo o dejarlo “idéntico” después de una actividad humana no solo son ingenuas, sino inadecuadas: se basan en una percepción incompleta y estereotípica de sus dinámicas locales y de corto plazo que podrían enriquecerse observando el comportamiento inestable del delta de un río o de las mismas selvas tropicales, en estado permanente de recuperación tras huracanes, incendios, avalanchas, construcción de ciudades hoy perdidas o incluso derrames de petróleo.

La sostenibilidad en la cultura requiere entender a los humanos como agentes de cambio ecológico, tanto de destrucción, deliberada o accidental, como de creación. Hay que concentrarse en lo segundo, por supuesto, tras años de experimentar con lo primero. Recuperar La Lizama es factible, hay principios y conocimiento, pero no existe ninguna naturaleza esencial a la que apelar como modelo. Así son los territorios del Antropoceno.

 

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