Se cumplen 100 años del nacimiento de tres pintores de gran relevancia en la historia del arte en Colombia: Enrique Grau, Cecilia Porras y Alejandro Obregón. Los tres, costeños y muy vinculados a Cartagena y Barranquilla, en donde transcurrió la mayor parte de sus vidas. Para el caso de Obregón, los críticos coinciden en la centralidad de su obra en la transformación del arte colombiano. Antonio Caballero, no muy dado a los elogios, dijo que “sacó al arte colombiano de la provincia y lo llevó al arte moderno y lo puso a respirar”.
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Se cumplen 100 años del nacimiento de tres pintores de gran relevancia en la historia del arte en Colombia: Enrique Grau, Cecilia Porras y Alejandro Obregón. Los tres, costeños y muy vinculados a Cartagena y Barranquilla, en donde transcurrió la mayor parte de sus vidas. Para el caso de Obregón, los críticos coinciden en la centralidad de su obra en la transformación del arte colombiano. Antonio Caballero, no muy dado a los elogios, dijo que “sacó al arte colombiano de la provincia y lo llevó al arte moderno y lo puso a respirar”.
Los Obregón eran una familia de comerciantes radicada en Santa Marta desde el período colonial y que prosperó en el comercio exterior. En la década de 1870, cuando Barranquilla se volvió la ciudad colombiana con más crecimiento económico, se asentó en la ciudad uno de los miembros de la familia: Evaristo Obregón Díaz Granados. Después, sus hijos se dedicaron al comercio, la industria, la construcción y operación del emblemático Hotel del Prado.
Alejandro Obregón era hijo de Pedro Obregón Arjona, un industrial barranquillero propietario, con algunos de sus hermanos, de la primera fábrica de textiles con telares traídos del exterior: la Fábrica de Tejidos Obregón. Desde 1910 hasta mediados de la década de 1930 fue la empresa textilera del país con más telares, con aproximadamente 600 obreros.
Alejandro Obregón alcanzó a trabajar en la Fábrica de Tejidos Obregón por un breve período, donde, entre otras tareas, traducía los manuales ingleses para uso de los obreros que ensamblaban los recién importados telares. Pero esa actividad empresarial no le atraía y en una crisis se fue de Barranquilla y se dedicó a manejar camiones en el Catatumbo, donde se convenció de que su destino no podía ser otro que la pintura. Como su familia tenía medios económicos, pudo estudiar en Boston y prepararse tempranamente en una academia.
Desde que regresó al país se dedicó al arte. Se asentó en Barranquilla nuevamente, a finales de la década de 1940. Allí se encontró con el grupo de intelectuales que se reunía en un bar de cazadores, La Cueva. Pero, sobre todo, se juntó con Álvaro Cepeda Samudio con quien congenió porque ambos eran inteligentes, irreverentes, cultos, apasionados, mamadores de gallo y más barranquilleros que el bollo de yuca. A diferencia de Cepeda, que fue indisciplinado y murió joven, y por lo tanto no pudo dejar una obra a la altura de su talento, Obregón tuvo la disciplina, la obsesión y la dedicación a la pintura que le permitieron dar nacimiento al arte moderno en Colombia, como solía repetir Marta Traba, la crítica de arte más influyente que hemos tenido en nuestro medio.
La descripción que hizo en 1959 Marta Traba de la obra de Alejandro Obregón capta la turbulencia de colores que nos atrae tanto. En efecto, decía que sus obras “parecen proceder de una veloz inteligencia natural del color, que algunos observadores capaces consideran un color ‘geográfico’, o sea identificable con los directos y bárbaros de la costa colombiana y el mar Caribe, pero que yo prefiero atribuir íntegramente a su espléndida magnificencia colorística”.
No es poca la impronta de Alejandro Obregón. La maestra Beatriz González ha dicho que la obra Violencia de Obregón “es el cuadro más importante en la historia del arte colombiano”.