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                                                                                                                              Del honor y otras maldades

                                                                                                                              Como dice Óscar Collazos en el bello y sugerente artículo sobre la guerra y la paz en Macondo: la cosa es de honor. El honor de los guerreros eclipsa las razones que los llevan a la guerra y sobre todo las que los mantienen presos de la inercia bélica.

                                                                                                                              Su honor es una especie de cuerpo místico que les permite jugarse la vida y quitársela al enemigo; obedecer sin condiciones; someterse al absurdo de asumirse dueños de la verdad y del destino de otros; ser faros, rayos, truenos, vengadores sin mácula. Y cuando descansan del combate —como el general Petraeus o el coronel Joaquín Aldana, que mató y empacó a su mujer en un talego—, dedicarse al “ocio y al pernicio”, al exceso, a buena cuenta de lo que creen ser y haber hecho por los demás, de las hazañas, de los padecimientos que han sufrido, de los riesgos que han corrido. Es como si el honor se convirtiera en derecho. La sociedad, sus inferiores, debe rendirles pleitesía, estar agradecida siempre por “los favores recibidos”. La tal sociedad civil les entrega las armas —se dice en la Constitución— para defender principios, pero la lógica de la guerra, alimentada por el honor, y su hermana carnal, la vanidad, los llevan a conculcar lo que dicen defender. Y con el honor en el pecho, lo ponen sobre la mesa de negociaciones. Es el cemento del enroque en que viven; de alguna manera los guerreros nunca salen de la trinchera, en ella viven, comen, hacen sus necesidades, se condecoran, se destruyen. El honor militar no es más que soberbia pura y dura. Es una palabra menos heroica pero más real para entender que lo que se defiende a muerte necesita de muletas, de espejismos, de falacias grandilocuentes. La soberbia no es tan heroica como el honor, pero es uno de los más poderosos obstáculos para el entendimiento entre guerreros. Paradójico, porque ambos la tienen de sobra. La soberbia militar, quizá necesaria para matar, es también la escafandra que los protege de la asfixia moral. Si se la quitaran —y las negociaciones a veces sólo son eso— podrían notar que lo que han hecho es exactamente lo mismo de lo que acusan a su enemigo irreconciliable. Entonces se les caerían todas las condecoraciones y se evaporarían los elogios que se han hecho a sí mismos para sostener el cañazo de ser los héroes a los que todo les es debido. El gusano —o más bien el güio— de la soberbia los envuelve de manera que no ven, no oyen, no entienden sino sus propias razones. Cuántas veces no hemos oído decir a generales y comandantes: si se accede a tal cosa —por ejemplo, al cese al fuego—, se nos desmoraliza la tropa. Hay que moralizar las tropas para llevarlas al matadero. ¿De qué otro modo se podría hacer? Por eso son tan importantes los capellanes, los estandartes, los himnos, los discursos, los afiches, la propaganda, la pauta publicitaria. Por eso se castiga —y se mata— al que hable mal del honor militar o lo ponga en duda. Incluso el delito puede ser tratado por los jueces como traición a la patria. Una señora —como decían los campesinos que llevaban enlazados a la guerra— que todos nombran pero nadie sabe quién es. El honor, la soberbia, no son los principios. Quizá sean todo lo contrario. De ahí el peligro para una democracia de que los militares se conviertan en jueces aun de sus propios delitos, porque echan por delante no los códigos sino sus prejuicios, ese material logístico con que alimentan la soberbia y que incluye otros condimentos como venganza, retaliación, impotencia, ira.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Como dice Óscar Collazos en el bello y sugerente artículo sobre la guerra y la paz en Macondo: la cosa es de honor. El honor de los guerreros eclipsa las razones que los llevan a la guerra y sobre todo las que los mantienen presos de la inercia bélica.

                                                                                                                              Su honor es una especie de cuerpo místico que les permite jugarse la vida y quitársela al enemigo; obedecer sin condiciones; someterse al absurdo de asumirse dueños de la verdad y del destino de otros; ser faros, rayos, truenos, vengadores sin mácula. Y cuando descansan del combate —como el general Petraeus o el coronel Joaquín Aldana, que mató y empacó a su mujer en un talego—, dedicarse al “ocio y al pernicio”, al exceso, a buena cuenta de lo que creen ser y haber hecho por los demás, de las hazañas, de los padecimientos que han sufrido, de los riesgos que han corrido. Es como si el honor se convirtiera en derecho. La sociedad, sus inferiores, debe rendirles pleitesía, estar agradecida siempre por “los favores recibidos”. La tal sociedad civil les entrega las armas —se dice en la Constitución— para defender principios, pero la lógica de la guerra, alimentada por el honor, y su hermana carnal, la vanidad, los llevan a conculcar lo que dicen defender. Y con el honor en el pecho, lo ponen sobre la mesa de negociaciones. Es el cemento del enroque en que viven; de alguna manera los guerreros nunca salen de la trinchera, en ella viven, comen, hacen sus necesidades, se condecoran, se destruyen. El honor militar no es más que soberbia pura y dura. Es una palabra menos heroica pero más real para entender que lo que se defiende a muerte necesita de muletas, de espejismos, de falacias grandilocuentes. La soberbia no es tan heroica como el honor, pero es uno de los más poderosos obstáculos para el entendimiento entre guerreros. Paradójico, porque ambos la tienen de sobra. La soberbia militar, quizá necesaria para matar, es también la escafandra que los protege de la asfixia moral. Si se la quitaran —y las negociaciones a veces sólo son eso— podrían notar que lo que han hecho es exactamente lo mismo de lo que acusan a su enemigo irreconciliable. Entonces se les caerían todas las condecoraciones y se evaporarían los elogios que se han hecho a sí mismos para sostener el cañazo de ser los héroes a los que todo les es debido. El gusano —o más bien el güio— de la soberbia los envuelve de manera que no ven, no oyen, no entienden sino sus propias razones. Cuántas veces no hemos oído decir a generales y comandantes: si se accede a tal cosa —por ejemplo, al cese al fuego—, se nos desmoraliza la tropa. Hay que moralizar las tropas para llevarlas al matadero. ¿De qué otro modo se podría hacer? Por eso son tan importantes los capellanes, los estandartes, los himnos, los discursos, los afiches, la propaganda, la pauta publicitaria. Por eso se castiga —y se mata— al que hable mal del honor militar o lo ponga en duda. Incluso el delito puede ser tratado por los jueces como traición a la patria. Una señora —como decían los campesinos que llevaban enlazados a la guerra— que todos nombran pero nadie sabe quién es. El honor, la soberbia, no son los principios. Quizá sean todo lo contrario. De ahí el peligro para una democracia de que los militares se conviertan en jueces aun de sus propios delitos, porque echan por delante no los códigos sino sus prejuicios, ese material logístico con que alimentan la soberbia y que incluye otros condimentos como venganza, retaliación, impotencia, ira.

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