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                                                                                                                              Diáspora planificada

                                                                                                                              Por allá cuando hice la primera comunión, había en Chapinero una mujer vieja que llamaban la Changua. Medio loca, con el pelo alborotado, se enfurecía de vez en cuando y gritaba al viento groserías, pero era una barrendera de calle impecable.

                                                                                                                              Andaba descalza y con el dedo gordo del pie apartaba cáscaras de naranja y de plátano, trapos, en fin, mugre, que disparaba con precisión al rincón de la acera. Bogotá era una ciudad de un millón de habitantes y la sabana todavía tenía sauces. Oí decir que hubo también una Loca Margarita, un Bobo del tranvía y Pomponio.

                                                                                                                              En los 60 lo que era notorio y doloroso eran las galladas de gamines, que alguna primera dama llamó pelafustanillos. Niños y niñas que dormían en las alcantarillas o en algún rincón de esquina, sucios –sólo tenían limpios los ojos–, malolientes, vivían de lo que en Europa se llamaba robo famélico. Cuando vino Paulo VI los desaparecieron sólo para volver a tirarlos a sus calles unas noches después. Poco a poco el padre Javier de Nicoló los recogió con paciencia y con cariño y los asiló en un albergue llamado Ciudad de los niños, en Bogotá. No era el único sitio; en el río Orinoco, a 800 kilómetros de ahí, había otro, quizá para los más grandes e indisciplinados. Lo conocí y no podía creer que por allá hubiera una obra similar, cuyo secreto era el autogobierno. Bogotá crecía.

                                                                                                                              Unos años después, por las frías y lluviosas calles del centro de la capital se comenzaron a ver jóvenes y viejos y unas pocas mujeres metiendo bóxer en las aceras, con la mirada y el corazón perdidos. Eran casi inofensivos y la gente les colaboraba con unas monedas, con un pan, con una cobija. La ciudad estrenaba trancones. Aparecieron los cajeros automáticos y el bazuco. Algún paramilitar de civil dio en llamar a esa gente “desechables” porque en los parques, sobre todo en los de Medellín, los sicarios entrenaban tiro al blanco con ellos y se diplomaban según el número de muertos.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Alguna ONG encontró un elegante eufemismo: “habitantes de calle”, ni siquiera de la calle, y así decidieron disfrazarles el frío, la angustia, el anonimato, la desesperación. Y, por fin, invadir sus refugios donde eran lo que los obligaban a ser: desechos humanos. Manchas negras en las planchas de los planificadores urbanos. Era urgente borrarlas con lo que fuera, con retroexcavadoras, con gases lacrimógenos, con plomo. Bastó llamar Repúblicas independientes el Bronx, San Bernardo y la alcantarilla de la calle sexta con carrera 30 para poder actuar violentamente contra quienes son, en realidad, indigentes. Dispersarlos, empujarlos al abismo, cargarlos a otras ciudades, envenenarlos, dejarlos en manos de las armas a discreción de tenderos y policías. Ya suena por ahí un “escuadrón de cazadelincuentes” armado de palos, linternas y sirenas, inspirado como tantos que se organizaron y armaron en la doctrina de la autodefensa.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Por allá cuando hice la primera comunión, había en Chapinero una mujer vieja que llamaban la Changua. Medio loca, con el pelo alborotado, se enfurecía de vez en cuando y gritaba al viento groserías, pero era una barrendera de calle impecable.

                                                                                                                              Andaba descalza y con el dedo gordo del pie apartaba cáscaras de naranja y de plátano, trapos, en fin, mugre, que disparaba con precisión al rincón de la acera. Bogotá era una ciudad de un millón de habitantes y la sabana todavía tenía sauces. Oí decir que hubo también una Loca Margarita, un Bobo del tranvía y Pomponio.

                                                                                                                              En los 60 lo que era notorio y doloroso eran las galladas de gamines, que alguna primera dama llamó pelafustanillos. Niños y niñas que dormían en las alcantarillas o en algún rincón de esquina, sucios –sólo tenían limpios los ojos–, malolientes, vivían de lo que en Europa se llamaba robo famélico. Cuando vino Paulo VI los desaparecieron sólo para volver a tirarlos a sus calles unas noches después. Poco a poco el padre Javier de Nicoló los recogió con paciencia y con cariño y los asiló en un albergue llamado Ciudad de los niños, en Bogotá. No era el único sitio; en el río Orinoco, a 800 kilómetros de ahí, había otro, quizá para los más grandes e indisciplinados. Lo conocí y no podía creer que por allá hubiera una obra similar, cuyo secreto era el autogobierno. Bogotá crecía.

                                                                                                                              Unos años después, por las frías y lluviosas calles del centro de la capital se comenzaron a ver jóvenes y viejos y unas pocas mujeres metiendo bóxer en las aceras, con la mirada y el corazón perdidos. Eran casi inofensivos y la gente les colaboraba con unas monedas, con un pan, con una cobija. La ciudad estrenaba trancones. Aparecieron los cajeros automáticos y el bazuco. Algún paramilitar de civil dio en llamar a esa gente “desechables” porque en los parques, sobre todo en los de Medellín, los sicarios entrenaban tiro al blanco con ellos y se diplomaban según el número de muertos.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Alguna ONG encontró un elegante eufemismo: “habitantes de calle”, ni siquiera de la calle, y así decidieron disfrazarles el frío, la angustia, el anonimato, la desesperación. Y, por fin, invadir sus refugios donde eran lo que los obligaban a ser: desechos humanos. Manchas negras en las planchas de los planificadores urbanos. Era urgente borrarlas con lo que fuera, con retroexcavadoras, con gases lacrimógenos, con plomo. Bastó llamar Repúblicas independientes el Bronx, San Bernardo y la alcantarilla de la calle sexta con carrera 30 para poder actuar violentamente contra quienes son, en realidad, indigentes. Dispersarlos, empujarlos al abismo, cargarlos a otras ciudades, envenenarlos, dejarlos en manos de las armas a discreción de tenderos y policías. Ya suena por ahí un “escuadrón de cazadelincuentes” armado de palos, linternas y sirenas, inspirado como tantos que se organizaron y armaron en la doctrina de la autodefensa.

                                                                                                                              Read more!

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