Las sociedades acuden a los cambios extremos cuando consideran que no hay otra salida.
Por eso, cuando los sectores políticos en el poder no logran producir avances económicos y sociales para la población, porque circunstancias como las crisis no lo permiten, evitan facilitarles el trabajo a los enemigos políticos.
El establecimiento político en Colombia se acostumbró durante décadas a un cierto blindaje frente al cambio, primero por el Frente Nacional y luego por el conflicto armado, que bloqueó las posibilidades electorales de la izquierda y garantizó un monopolio de la derecha y el centro políticos. Pero ese “blindaje” se esfumó con la desaparición de la amenaza política de las Farc, como se evidenció en la elección presidencial de 2018 en que la izquierda obtuvo cerca del 40 % de los votos.
El establecimiento político parece no entender que el sistema político está en medio de una transición hacia territorio desconocido, pues en lugar de tomar medidas de precaución parece jugando con candela. No ve que todas las alarmas están prendidas: a la irrelevancia creciente de los partidos se suma una fragmentación política tan profunda que hay cerca de 30 candidatos presidenciales y las encuestas muestran que tanto el Gobierno como el expresidente Uribe —quien dominó la política los últimos 20 años— tienen una desfavorabilidad de cerca del 60 %.
Hacer una transición en medio de una crisis social y económica como la de la pandemia requiere pies de plomo. En cambio, el Gobierno responde con un salvamento económico muy inferior al de países comparables, no hace nada efectivo para contener el aumento de masacres y asesinatos de líderes sociales, ahoga un proceso de paz, abandona su promesa electoral de no entregar “mermelada” a los políticos, se asocia con el clientelismo para cooptar entidades que deben ser independientes, no recrimina con firmeza la brutalidad policial, criminaliza la protesta social, debilita la acción del Congreso con hiperpresidencialismo, debilita la relación con el nuevo gobierno estadounidense, ataca a las instituciones de la justicia para defender su partido y promueve ventajas judiciales para algunos de los peores condenados por corrupción, entre otras acciones que cualquiera calificaría de suicidas en medio de la situación actual.
Acciones que parecerían dirigidas a hacerle la campaña presidencial a Gustavo Petro, quien se frotará las manos recopilando las imágenes que le bastará poner en la publicidad política por televisión para generar indignación. Es muy posible que el balance de estos cuatro años de transición política sea un grave retroceso de los avances que había logrado el país en materia económica, de seguridad y democratización.
Lo grave es que un sector grande de ese establecimiento político considera que puede cometer esos errores porque la única manera de salvarse es crecer la amenaza para reeditar el fantasma del castrochavismo. Sin entender que esta vez la gente puede no creer en el grito de “lobo”, entre otras razones, porque no cree que quien grita es un inocente pastor.
Esa estrategia temeraria los lleva a buscar demoler el dique de contención de la izquierda que es el centro, a Sergio Fajardo y a Claudia López, lo que solo beneficia a Petro. Ojo con el manejo que le están dando al 22.
Las sociedades acuden a los cambios extremos cuando consideran que no hay otra salida.
Por eso, cuando los sectores políticos en el poder no logran producir avances económicos y sociales para la población, porque circunstancias como las crisis no lo permiten, evitan facilitarles el trabajo a los enemigos políticos.
El establecimiento político en Colombia se acostumbró durante décadas a un cierto blindaje frente al cambio, primero por el Frente Nacional y luego por el conflicto armado, que bloqueó las posibilidades electorales de la izquierda y garantizó un monopolio de la derecha y el centro políticos. Pero ese “blindaje” se esfumó con la desaparición de la amenaza política de las Farc, como se evidenció en la elección presidencial de 2018 en que la izquierda obtuvo cerca del 40 % de los votos.
El establecimiento político parece no entender que el sistema político está en medio de una transición hacia territorio desconocido, pues en lugar de tomar medidas de precaución parece jugando con candela. No ve que todas las alarmas están prendidas: a la irrelevancia creciente de los partidos se suma una fragmentación política tan profunda que hay cerca de 30 candidatos presidenciales y las encuestas muestran que tanto el Gobierno como el expresidente Uribe —quien dominó la política los últimos 20 años— tienen una desfavorabilidad de cerca del 60 %.
Hacer una transición en medio de una crisis social y económica como la de la pandemia requiere pies de plomo. En cambio, el Gobierno responde con un salvamento económico muy inferior al de países comparables, no hace nada efectivo para contener el aumento de masacres y asesinatos de líderes sociales, ahoga un proceso de paz, abandona su promesa electoral de no entregar “mermelada” a los políticos, se asocia con el clientelismo para cooptar entidades que deben ser independientes, no recrimina con firmeza la brutalidad policial, criminaliza la protesta social, debilita la acción del Congreso con hiperpresidencialismo, debilita la relación con el nuevo gobierno estadounidense, ataca a las instituciones de la justicia para defender su partido y promueve ventajas judiciales para algunos de los peores condenados por corrupción, entre otras acciones que cualquiera calificaría de suicidas en medio de la situación actual.
Acciones que parecerían dirigidas a hacerle la campaña presidencial a Gustavo Petro, quien se frotará las manos recopilando las imágenes que le bastará poner en la publicidad política por televisión para generar indignación. Es muy posible que el balance de estos cuatro años de transición política sea un grave retroceso de los avances que había logrado el país en materia económica, de seguridad y democratización.
Lo grave es que un sector grande de ese establecimiento político considera que puede cometer esos errores porque la única manera de salvarse es crecer la amenaza para reeditar el fantasma del castrochavismo. Sin entender que esta vez la gente puede no creer en el grito de “lobo”, entre otras razones, porque no cree que quien grita es un inocente pastor.
Esa estrategia temeraria los lleva a buscar demoler el dique de contención de la izquierda que es el centro, a Sergio Fajardo y a Claudia López, lo que solo beneficia a Petro. Ojo con el manejo que le están dando al 22.