Nos quedamos con el pecado, el estallido social, y sin el género, el grado de inversión, el Santo Grial del irresponsable ministro Alberto Carrasquilla.
La razón de la mayoría de gobernantes del mundo para disparar la deuda pública y llevar el gasto público a niveles comparables a los de la Gran Depresión era evitar crisis sociales que, al explotar, dañaran la reactivación económica y desestabilizaran la democracia hasta incapacitar al Estado para tomar medidas económicas y de salud que controlaran la crisis. Colombia no vio ese riesgo. A pesar de que antes de la pandemia estaba subiendo el desempleo, estaba aumentando la pobreza, estaba disparado el descontento social —según indicaban las encuestas, las protestas en las calles y las elecciones locales—, estaba llegando a niveles extremos la inmigración venezolana y el Gobierno tenía una gobernabilidad muy frágil. Todas las alertas prendidas.
La única vacuna con que contaba el mundo en ese momento para prevenir la profundización de la crisis social generada por la pandemia era el gasto público. Mientras los países desarrollados gastaban en planes de salvamento económico por encima del 20 % del PIB, países de desarrollo comparable al nuestro gastaban alrededor del 10 % y muchos elevaban su deuda pública a niveles cercanos al 100 % y hasta el 150 % como Japón, Colombia invirtió menos del 3 % del PIB y creció la deuda a niveles del 60 %. Mientras muchos países subsidiaron inmediatamente las nóminas de las empresas para reducir los despidos, hasta 70 % y 80 % del salario, Colombia se demoró dos meses en subsidiar nóminas y solo hasta el 40 % del salario mínimo.
Cuando la crisis estaba en su situación más crítica, el Gobierno presentó un plan de ajuste, aumentando los precios de los alimentos y de la gasolina, usando el manual con que se generó el Caracazo. Y ahora que estallan las calles, la respuesta del Estado es el inmovilismo, limitándose a apoyar a la Policía —a pesar de que los abusos exacerban a los protestantes y alientan a los delincuentes a pescar en río revuelto—, a no permitir la intervención de la CIDH y a demorar la negociación con la mesa del paro. Aunque la situación de Cali presagiaba cosas peores, no se hizo casi nada.
Gustavo Petro evitó que lo responsabilizaran del paro las primeras semanas, diciendo que este se ha debido levantar una vez cayó la reforma tributaria, pero a la segunda semana salió a marchar y se radicalizó. En ese momento el Gobierno y su partido enfocaron sus esfuerzos en responsabilizarlo.
El viernes el presidente Duque anunció desde Cali máximo despliegue de la Fuerza Pública. No decretó conmoción interior porque sabe que eso generaría expectativas de medidas de solución y mayor presión para que el Estado actúe. Las herramientas a disposición del Estado, económicas para presentar un plan de emergencia con que negociar el paro y políticas para generar un consenso sobre soluciones que lleguen hasta los inconformes en las calles, no se utilizan.
Así llegamos a las condiciones de 2001, de coincidencia de una crisis económica y de seguridad, que conmocionaron tanto a la sociedad que surgió como única salida la mano dura ofrecida por el populismo autoritario, que había dominado la política todo el siglo XXI pero estaba en decadencia y están tratando de resucitar.