Después de casi dos años, Beatriz* aprendió a contener el llanto al narrar la desaparición de su hijo mayor. Una risa nerviosa se apodera de ella al evocar una llamada de supuestos guerrilleros que le proponían un “acto humanitario” para la entrega de pruebas de supervivencia de su muchacho. Por petición de los “captores”, prestó el celular “flecha” de una vecina para comunicarse con ellos sin que fueran rastreados. En una peregrinación, más parecida a un calvario, viajó con su esposo desde un pueblo de Antioquia hasta Santander; en un paraje rural de ese departamento, recibió instrucciones del extorsionista, quien la observaba desde algún lugar de la montaña: “Usted está cerca de un portón blanco, en el árbol del lado hay un paquete: cójalo y deje la plata”. Contra el tronco, descargó una bolsa con $1 millón y dos cachuchas, las exigencias de la voz anónima para “cubrir los gastos de transporte” del “acto humanitario”.
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Después de casi dos años, Beatriz* aprendió a contener el llanto al narrar la desaparición de su hijo mayor. Una risa nerviosa se apodera de ella al evocar una llamada de supuestos guerrilleros que le proponían un “acto humanitario” para la entrega de pruebas de supervivencia de su muchacho. Por petición de los “captores”, prestó el celular “flecha” de una vecina para comunicarse con ellos sin que fueran rastreados. En una peregrinación, más parecida a un calvario, viajó con su esposo desde un pueblo de Antioquia hasta Santander; en un paraje rural de ese departamento, recibió instrucciones del extorsionista, quien la observaba desde algún lugar de la montaña: “Usted está cerca de un portón blanco, en el árbol del lado hay un paquete: cójalo y deje la plata”. Contra el tronco, descargó una bolsa con $1 millón y dos cachuchas, las exigencias de la voz anónima para “cubrir los gastos de transporte” del “acto humanitario”.
De regreso al casco urbano, desenfundó la tarjeta de una memoria. Buscó con afán cómo leerla en un computador. La única carpeta estaba vacía. Un experto en sistemas le confirmó su sospecha, el engaño. Beatriz, madre de un desaparecido, acababa de ingresar a un nuevo círculo del Infierno.
Sus carcajadas de comedia se ahogan en lágrimas. Ese día, su hijo desapareció por segunda vez.
Entre todos los infiernos posibles, ha de reservarse uno especial para quienes se nutren del dolor ajeno. La extorsión, siempre miserable, reviste mayor sevicia cuando se comete contra quien padece la desaparición forzada de un hijo, más cuando se trata de una madre (¡el cordón umbilical nunca cierra!). Este agravante, tan peculiar como recurrente, no es contemplado por el Código Penal pese a constituir una tortura sobre otra tortura.
Son múltiples los niveles de crueldad de este crimen focalizado. En una primera capa están las llamadas que reclaman cantidades mínimas de dinero o alguna contraprestación por información falsa. Otra forma procede de personas cercanas que, a cambio de “algo”, elucubran sobre el posible destino del desaparecido, “lo vieron allí”, “pasó por aquí”. Manipular la imaginación de una mujer que ha perdido a su hijo es jugar con su única herramienta de supervivencia: la esperanza.
Una gama más amplia de la extorsión apela al pensamiento mágico. Ante la desaparición, desfilan todo tipo de aparecidos: clarividentes, brujas, lectores del tabaco y el chocolate, tarotistas, guaqueros y exploradores de montes con detectores de vida. Lectores de sueños. Angelólogos. “Almas privilegiadas” que se desdoblan y contactan a los ausentes. Psicólogos, psiquiatras, parapsicólogos, astrólogos. Ciencias tradicionales y ocultas conspiran para sacar provecho de un dolor que ningún ámbito del conocimiento humano logra abarcar.
La magia, la superstición y la religión son refugios naturales cuando la racionalidad se queda congelada: no cabe reproche alguno en la búsqueda de la ritualidad y la espiritualidad para sanar el dolor del alma.
El subregistro de denuncias obedece al miedo a represalias y al rótulo social de “ingenua” o “tonta”. De acuerdo con la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, entre 1985 y 2016 fueron desaparecidas 121.768 personas en el marco del conflicto armado en Colombia. Si se tiene en cuenta el subregistro, el estimado asciende a 210.000. Detrás de cada número hay un nombre, un Infierno. Y una Beatriz que sueña con el Paraíso.
* Fuente protegida.