La protesta social, por un lado, y la brutalidad y la impunidad policial, por el otro, son dos caras interconectadas de la crisis de la democracia y la desconfianza ciudadana en las instituciones colombianas.
En su conjunto, los informes publicados por distintos entes internacionales y nacionales sobre las protestas de septiembre de 2020 en Bogotá y el paro nacional de 2021 documentan de manera sistemática e inequívoca el uso excesivo de la violencia por parte de la Fuerza Pública, en especial el Esmad y el desconocimiento de los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad. En el caso de la relatoría sobre los hechos presentados el 9S en la capital, las 11 muertes atribuibles a actos ilícitos de la Policía Nacional se tipifican como una “masacre” con base en la definición de Naciones Unidas, mientras que la existencia de múltiples otras prácticas violentas se asocian con el alto número de heridos.
Por su parte, el reporte de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos confirma que al menos 28 de las 44 víctimas fatales civiles del paro nacional, entre el 28 de abril y el 20 de julio, tuvieron a policías como perpetradores, al igual que 16 casos de violencia sexual. Adicional a ello, 103 personas sufrieron daños oculares, según un estudio de Temblores, Amnistía Internacional y la Universidad de los Andes, lesiones que sugieren la intención de hacer daño. Dichos hallazgos solo reconfirman la visita de trabajo previa de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que destacó inconsistencias importantes entre los entes estatales y no estatales en el registro de la información y la investigación de los responsables, razón por la cual conminó al Estado colombiano a trabajar de forma transparente con la sociedad civil, con miras a garantizar la justicia.
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En lugar de encarar la gravedad de lo ocurrido, de la cual las mismas cifras oficiales son testigos, diversos voceros de la Casa de Nariño acudieron al trillado guion del pasado, consistente en rechazar el supuesto activismo político de representantes de la ONU, exigir el respeto a la institucionalidad colombiana y la Policía, y evadir la responsabilidad. Mientras que esta inadmisible reacción era de esperarse, la de otras figuras públicas como María Isabel Rueda en su columna de El Tiempo, ralla con lo irresponsable. Además de tildar de “mamerta” a la Oficina de la Alta Comisionada, insinúa en su pobre análisis que los documentos señalados, principalmente el “sospechoso” informe sobre Bogotá, no establecen con suficiente contundencia la diferencia entre actos cometidos en legítima defensa y los que pueden considerarse excesivos, lo cual le permite concluir que es a la Policía más bien a la que se está masacrando.
La protesta social, por un lado, y la brutalidad y la impunidad policial, por el otro, son dos caras interconectadas de la crisis de la democracia y la desconfianza ciudadana en las instituciones del Estado. Si bien se trata de un patrón global, esta problemática adquiere matices adicionales en el contexto colombiano, en el que los legados del conflicto armado y la doctrina de seguridad nacional hacen aún más desafiante la búsqueda de alguna salida. La rendición genuina de cuentas ante la sociedad, la reparación de las víctimas del abuso policial y el abandono del discurso polarizante y estigmatizante con el que algunos líderes políticos y medios pretenden seguirnos manipulando serían un buen comienzo.
***Esta columna y su autora descansarán unas semanas hasta enero.
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