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Futuro incierto

Arlene B. Tickner
12 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

Lo que más les conviene a los venezolanos, y a vecinos cercanos como Colombia, es que la estabilidad en Venezuela se mantenga.

En ese sentido, y más allá de que la participación de Henrique Capriles en las presidenciales del 14 de abril puede desgastar su capital político —porque todo indica que Nicolás Maduro va a ganar con relativa facilidad—, un triunfo de la oposición, al menos en la coyuntura actual, puede ser sinónimo de caos, comenzando por el posible desacato de las Fuerzas Armadas de los resultados electorales y de la autoridad del elegido.

Sin embargo, aun suponiendo que Maduro ganara, el futuro político es incierto por varios motivos. He aquí tres: la epidemia de inseguridad que vive el país, la militarización de la política venezolana y los altos niveles de corrupción que han acompañado al proyecto chavista.

Pese a que durante 14 años de gobierno Chávez propuso casi 20 planes de seguridad ciudadana, ésta nunca fue un tema prioritario. Si bien los indicadores de violencia en Venezuela ya eran alarmantes cuando asumió el poder en 1999, el dato oficial sobre homicidios en 2012 (16.038) dobla el promedio de América Latina. Extraoficialmente se reconoce que éstos ascendieron a 21.600, cifra similar a la que maneja la ONG Observatorio Venezolano de Violencia. Mientras tanto, las tasas de secuestro también se han disparado.

Adicionalmente a la inefectividad de las estrategias desarrolladas para combatir la inseguridad —la Policía Nacional Bolivariana, creada con dicho propósito en 2009, no arroja todavía resultados positivos—, la impunidad oscila alrededor del 90% en crímenes como homicidio, secuestro express y robo armado. La creciente participación de Venezuela como punto de tránsito del narcotráfico, reconocida ampliamente por las autoridades estatales, ha agravado aun más el problema.

El modelo de “dirección político-militar de gobierno” desarrollado por Chávez (y reivindicado por Maduro) significó la integración de los militares a las actividades comunitarias —entre ellas las misiones y las redes de distribución de alimentos, y posteriormente, la coordinación de las milicias—, con lo cual su nivel de influencia sobre funciones neurálgicas del Estado creció ostensiblemente. Como reflejo de esto, 25% del gabinete actual es castrense y de las 20 gobernaciones que ganó el chavismo en las últimas elecciones, 11 son ocupadas por exmilitares.

No es gratuito que parte importante de la boliburguesía sea de extracción castrense. Además de los pobres, los militares se encuentran entre los más mimados económicamente por la Revolución bolivariana. Los altos montos de dinero invertidos en los programas sociales que éstos manejan y sus jugosos negocios con el Estado son dos fuentes básicas de la corrupción que aqueja a Venezuela. Peor que la inacción ante ésta ha sido la laxitud frente a crecientes evidencias de involucramiento de redes de militares en actividades ilegales asociadas al narcotráfico.

Mientras que la astucia y el carisma de Chávez le permitieron controlar a los militares y mantener su popularidad pese a todo esto, para su sucesor no será tan fácil. Sobre todo porque aparte de los factores señalados, la devaluación del bolívar en 46,5%, aunque favorece a las arcas del Estado, puede tener un efecto regresivo sobre la pobreza y la distribución de la riqueza —dos pilares del legado chavista— al aumentar la inflación y reducir el poder adquisitivo de los venezolanos del común.

 

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