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                                                                                                                              Apenas un cambio de asesinos

                                                                                                                              Se acabó la cuarentena y ahora se puede hablar de las masacres con desparpajo. Es solamente un cambio de asesinos, tal como nos tiene acostumbrados la historia de Colombia. El coronavirus matarife se echó al buche a cerca de 20.000 paisanos, en especial viejitos. Las masacres los prefieren jóvenes.

                                                                                                                              Tienen rasgos comunes las dos calamidades. Una y otra vienen en cadena. La pestilencia embistió a manera de huracán, barriendo a quien se ponía por delante de uno de sus contagiados. Se inició en un laboratorio amarillo desde donde embistió como plaga medieval. Pájaro de pico largo, sobrero y atuendo negros.

                                                                                                                              Las masacres arrecian por temporadas. Claro que este país ha vivido en temporada de matanzas desde que tiene nombre de país. Más aún, sin ellas Colombia no sería lo que es hoy, un espléndido campo de muchachos tronchados a quienes no se les dejó crecer sus ilusiones.

                                                                                                                              El eslabón más cercano de este infortunio tronó en el julio y el agosto de la pandemia coronada. Es decir, no es que hubiera comenzado en estos meses como modalidad de hacer patria. No. La costumbre es antigua. Ocurrió que a Alguien se le demacró la cara al verse confrontado ante la justicia y resolvió acentuar la vieja usanza con ferocidad persuasiva.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Así, una ocurrencia virtual echó a rodar esta semana la imagen de una mujer joven, tal vez enfermera, con la cara lacerada por un tapaboca que le escurre a medias. El mensaje dice: “El COVID sigue activo, lo único que cambió es que te dieron permiso para salir a buscarlo”.

                                                                                                                              Caramba, cómo habrá penetrado el virus la sensibilidad pública, que exactamente cuando la gente fue liberada del acuartelamiento aparecen mentes que atizan el miedo. En vez de respirar hondo porque al fin se podrá volver a la sociabilidad y a los parques, estas aves de mal presagio y pico largo crucifican al pueblo por “salir a buscar” la peste.

                                                                                                                              Es el mismo mecanismo de los atizadores de masacres. Necesitan la guerra para medrar. Les urge aterrorizar, encender el país, pues así acorralan a las mayorías en el rincón del espanto. Las imágenes de cuerpos perforados y tirados al piso sobre su catástrofe les sirven a los instigadores de la pena de muerte para inculcar la imposibilidad de que este país llegue a ser un hogar.

                                                                                                                              La culpa mayor en época de pandemia es no lavarse las manos y quitarse la mascarilla. La orden superior para los gatilleros es ponerse el pasamontaña para que el jefe eterno logre lavarse las manos en los tribunales. El paralelismo es horrendo, tanto que solo un arzobispo consagrado al verdadero eterno se arriesga a pensar en voz alta: “Son masacres de Estado y connivencias criminales… Culpan de todo al narcotráfico, a los mismos de siempre”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Se acabó la cuarentena y ahora se puede hablar de las masacres con desparpajo. Es solamente un cambio de asesinos, tal como nos tiene acostumbrados la historia de Colombia. El coronavirus matarife se echó al buche a cerca de 20.000 paisanos, en especial viejitos. Las masacres los prefieren jóvenes.

                                                                                                                              Tienen rasgos comunes las dos calamidades. Una y otra vienen en cadena. La pestilencia embistió a manera de huracán, barriendo a quien se ponía por delante de uno de sus contagiados. Se inició en un laboratorio amarillo desde donde embistió como plaga medieval. Pájaro de pico largo, sobrero y atuendo negros.

                                                                                                                              Las masacres arrecian por temporadas. Claro que este país ha vivido en temporada de matanzas desde que tiene nombre de país. Más aún, sin ellas Colombia no sería lo que es hoy, un espléndido campo de muchachos tronchados a quienes no se les dejó crecer sus ilusiones.

                                                                                                                              El eslabón más cercano de este infortunio tronó en el julio y el agosto de la pandemia coronada. Es decir, no es que hubiera comenzado en estos meses como modalidad de hacer patria. No. La costumbre es antigua. Ocurrió que a Alguien se le demacró la cara al verse confrontado ante la justicia y resolvió acentuar la vieja usanza con ferocidad persuasiva.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Así, una ocurrencia virtual echó a rodar esta semana la imagen de una mujer joven, tal vez enfermera, con la cara lacerada por un tapaboca que le escurre a medias. El mensaje dice: “El COVID sigue activo, lo único que cambió es que te dieron permiso para salir a buscarlo”.

                                                                                                                              Caramba, cómo habrá penetrado el virus la sensibilidad pública, que exactamente cuando la gente fue liberada del acuartelamiento aparecen mentes que atizan el miedo. En vez de respirar hondo porque al fin se podrá volver a la sociabilidad y a los parques, estas aves de mal presagio y pico largo crucifican al pueblo por “salir a buscar” la peste.

                                                                                                                              Es el mismo mecanismo de los atizadores de masacres. Necesitan la guerra para medrar. Les urge aterrorizar, encender el país, pues así acorralan a las mayorías en el rincón del espanto. Las imágenes de cuerpos perforados y tirados al piso sobre su catástrofe les sirven a los instigadores de la pena de muerte para inculcar la imposibilidad de que este país llegue a ser un hogar.

                                                                                                                              La culpa mayor en época de pandemia es no lavarse las manos y quitarse la mascarilla. La orden superior para los gatilleros es ponerse el pasamontaña para que el jefe eterno logre lavarse las manos en los tribunales. El paralelismo es horrendo, tanto que solo un arzobispo consagrado al verdadero eterno se arriesga a pensar en voz alta: “Son masacres de Estado y connivencias criminales… Culpan de todo al narcotráfico, a los mismos de siempre”.

                                                                                                                              Read more!

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