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                                                                                                                              Petro-éxodo en las fronteras

                                                                                                                              Venezuela siempre fue para los colombianos un país frívolo. Alguna vez una chica de este lado consiguió un novio venezolano que era filósofo y lo convenció de venir a vivir a su lado. Los amigos de ella inventaron la versión de que el gobierno del país vecino la declararía persona no grata por haberse sonsacado al filósofo venezolano, al único.

                                                                                                                              El chiste reflejaba la opinión que aquí se tenía de ese pueblo dado al hedonismo, el alto consumo, los carros kilométricos y las reinas universales de belleza. Corrían rumores de señoras adineradas que viajaban el viernes a hacerse peinar en Miami para la fiesta del sábado en Caracas. O volaban a París a comprar el vestido de luces.

                                                                                                                              El petróleo chorreaba incluso sobre la fama de los pobres, aglomerados en los edificios de la urbanización 23 de enero. Este conjunto erizado fue construido por el dictador Pérez Jiménez, el mismo que convirtió al país en una cinta pavimentada para la velocidad de los carros de gasolina casi regalada.

                                                                                                                              Venezuela Saudita, además, era el San Andresito para la clase media colombiana. Allá se conseguían los aparatos gringos a precios del San Victorino bogotano. Ir a San Antonio o a San Cristóbal —¡tantos santos para el mercado rebajado!— significaba darse unas vacaciones de sofoco y regresar con el premio de un equipo de sonido plateado.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Hoy Venezuela es para los colombianos un país que camina. Un éxodo, un petro-éxodo. No se invirtieron los papeles, pues estos marchantes no vienen a comprar lujos sino a desfilar hacia la incertidumbre. Se echan la cobija a los hombros, arrastran bultos multicolores, consiguen carritos de supermercado y trepan con cachucha por las carreteras para superar los páramos.

                                                                                                                              Los viejos se quedaron allá, haciendo fuerza para que hijos y nietos consigan comer y dormir. Y esperando la remesa de los sobrantes. Solo caminan los niños más crecidos, los bebés no resistirían los mordiscos del viento. Por eso en las carreteras se ven muchachos de empuje y mujeres que trajinan por parejo.

                                                                                                                              Van hacia el sur, a cualquier país donde sea posible continuar haciendo planeta. Por entre las tiendas, pasan algún tiempo en Bogotá, reparten bolívares sin precio en Transmilenio, cuentan de sus títulos en carreras técnicas o intermedias, cantan, centavean con decencia y lucen atuendos que todavía trasparentan tiempos muelles.   

                                                                                                                              A estos venezolanos les quitaron la patria. Les dejaron únicamente el aire del resuello, pero de eso nadie vive. Entonces rompieron sus rutinas, hicieron cuentas, abrazaron a sus familias y voltearon los ojos hacia el mundo del nunca jamás. No imaginaron que más allá de la frontera serían vistos como los pordioseros que jamás soñaron ser.    

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Venezuela siempre fue para los colombianos un país frívolo. Alguna vez una chica de este lado consiguió un novio venezolano que era filósofo y lo convenció de venir a vivir a su lado. Los amigos de ella inventaron la versión de que el gobierno del país vecino la declararía persona no grata por haberse sonsacado al filósofo venezolano, al único.

                                                                                                                              El chiste reflejaba la opinión que aquí se tenía de ese pueblo dado al hedonismo, el alto consumo, los carros kilométricos y las reinas universales de belleza. Corrían rumores de señoras adineradas que viajaban el viernes a hacerse peinar en Miami para la fiesta del sábado en Caracas. O volaban a París a comprar el vestido de luces.

                                                                                                                              El petróleo chorreaba incluso sobre la fama de los pobres, aglomerados en los edificios de la urbanización 23 de enero. Este conjunto erizado fue construido por el dictador Pérez Jiménez, el mismo que convirtió al país en una cinta pavimentada para la velocidad de los carros de gasolina casi regalada.

                                                                                                                              Venezuela Saudita, además, era el San Andresito para la clase media colombiana. Allá se conseguían los aparatos gringos a precios del San Victorino bogotano. Ir a San Antonio o a San Cristóbal —¡tantos santos para el mercado rebajado!— significaba darse unas vacaciones de sofoco y regresar con el premio de un equipo de sonido plateado.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Así pues, Venezuela era un Estados Unidos pequeño y a la mano. Para allá saltaron cantidades de compatriotas en busca del sueño al alcance del bolsillo. Y en español y con charla caribeña y con los mejores rones. Los idos enviaban a sus familiares remesas de dinero para que sobrevivieran merced a esta providencia a distancia.

                                                                                                                              Hoy Venezuela es para los colombianos un país que camina. Un éxodo, un petro-éxodo. No se invirtieron los papeles, pues estos marchantes no vienen a comprar lujos sino a desfilar hacia la incertidumbre. Se echan la cobija a los hombros, arrastran bultos multicolores, consiguen carritos de supermercado y trepan con cachucha por las carreteras para superar los páramos.

                                                                                                                              Los viejos se quedaron allá, haciendo fuerza para que hijos y nietos consigan comer y dormir. Y esperando la remesa de los sobrantes. Solo caminan los niños más crecidos, los bebés no resistirían los mordiscos del viento. Por eso en las carreteras se ven muchachos de empuje y mujeres que trajinan por parejo.

                                                                                                                              Van hacia el sur, a cualquier país donde sea posible continuar haciendo planeta. Por entre las tiendas, pasan algún tiempo en Bogotá, reparten bolívares sin precio en Transmilenio, cuentan de sus títulos en carreras técnicas o intermedias, cantan, centavean con decencia y lucen atuendos que todavía trasparentan tiempos muelles.   

                                                                                                                              A estos venezolanos les quitaron la patria. Les dejaron únicamente el aire del resuello, pero de eso nadie vive. Entonces rompieron sus rutinas, hicieron cuentas, abrazaron a sus familias y voltearon los ojos hacia el mundo del nunca jamás. No imaginaron que más allá de la frontera serían vistos como los pordioseros que jamás soñaron ser.    

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Ver todas las noticias
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