Torre de Babel

Aura Lucía Mera
07 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

San Andrés. Desde la terraza no me canso de mirar hasta alucinar las retinas con esos diferentes azules que terminan estallando en un big bang de espuma blanca. Me paro en la punta de Punta Sur, restaurante que reta las olas con su estructura de proa de un barco que se mete en el mar y permite ver venir olas gigantes que se chocan con furia contra el arrecife, formando remolinos indescriptibles, enfrentando corrientes contrarias que se estrellan como pequeños tsunamis encrespados, incansables en su juego de recogerse y volver a golpear.

San Andrés, Babel de culturas y razas. Desde 1500 poblado por africanos, británicos, escoceses, franceses, españoles y colombianos. Sus aguas tormentosas han visto pasar piratas como Morgan, Colón en su cuarto viaje, Thomas O’Neill, primer gobernante español, Louis-Michel Aury, francés que apoyó las causas independentistas. Hasta que, al fin de peleársela sin tregua, quedó adscrita a Colombia a comienzos del siglo XIX y se empezó a deshilachar cuando nuestro recordado Rojas Pinilla decidió declararla Puerto Libre y abrirla oficialmente al contrabando y la invasion fenicia de comerciantes de todas las calañas.

Empezó así el “turismo de chancleta” —no tengo nada contra las chancletas— que fue invadiendo como termita este tesoro de la naturaleza, no precisamente para disfrutar los siete azules de su mar, ni ver la danza de sus palmeras,o degustar el “rondo”, o caminar por esa arena blanca única, o caretear en el acuario y alucinar con el colorido de los peces. No, llegaron hordas del interior para comprar, comprar, comprar a lo bestia cajas, cajones, mochilas, maletas, tulas llenas de contrabando para vender y revender, irrespetando nativos, costumbres, tradiciones.

Después vino el apogeo del narcotráfico, que empezó a arrasar con todo desde los años 70 hasta los 90, convirtiendo este patrimonio frágil y único en la mayor caleta de drogas ilícitas, de fechorías, de vendetas, de prostitución, imponiendo la cultura traqueta de culos y siliconas para hacer saber que “sin tetas no hay paraíso”.

Esto permitió la invasión de “los bárbaros”. Hombres ávidos del dinero fácil que llegaron de todas partes del interior, imponiendo nuevos estilos de vida, pisoteando costumbres, embarazando jóvenes incautas o ambiciosas, convirtiendo la isla en un infierno sin salida. Un territorio superpoblado, pocas oportunidades laborales, fragilidad ecológica, desabastecimiento de agua y energía, sumado a la corrupción de muchos dirigentes que se han robado el presupuesto sin pudor.

Regreso después de dos años. Noto un cambio positivo. Aparte de la invasión caótica de motocicletas y jeeps destapados que alquilan a jóvenes ebrios, la lentísima pavimentación de la circunvalar, veo un centro limpio. Veo parques. Veo un malecón precioso. Veo casas nativas pintadas de colores. Veo más sentido de pertenencia. Veo más restaurantes. Más órden. Un jardín botánico precioso.

Pareciera, y ojalá no me equivoque, que así como después de los temporales llega la calma, San Andrés está volviendo, lentamente, pero sin retroceder, a su punto de equilibrio. Donde pueden convivir comerciantes, turistas y nativos respetándose mutuamente.

Posdata. Parece que el contrabando, como la corrupción, está llegando “a sus justas proporciones”, y esto en la isla de los siete colores es haber logrado su punto de equilibrio. Felicitaciones al Centro Cultural del Banco de la República. ¡Ojo con la sobrepoblación!

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