El 15 de enero de este año se supo por los medios de comunicación y las redes sociales que Homero, un pitbull, murió asfixiado en la bodega del equipaje de un avión de Easyfly que viajaba de Puerto Asís a Cali. La humana compañera de Homero se llama María Fernanda Echeverry, narró con serena indignación cómo Homero perdió casi todos los dientes en el afán angustioso de escapar del guacal para encontrar espacio y aire durante los 50 minutos del vuelo. Un lacónico comunicado expedido por la aerolínea y el guacal con el cadáver del perro fue la respuesta para María Fernanda Echeverry.
Imagino la angustia del perro e imagino también la de María Fernanda recreando una y otra vez la desesperación de Homero dentro de un guacal que al parecer estaba debajo de un alud de maletas. El acto de imaginar el dolor del otro es una tarea harto difícil para los colombianos y más desde que empezó esta suerte de tercera guerra mundial que es la pandemia por el Covid-19. El nosotros ha desaparecido y ante el desamparo estatal, laboral y, en general, ante este sálvese quién pueda, nos hemos quedado a salvo dependiendo de nosotros mismos.
Si esto ocurre con los llamados humanos, imaginen la situación de los animales. Ellos hacen parte milenariamente de quienes solo han vivido perseguidos, maltratados, enjaulados, cazados, asesinados.
Los perros (a diferencia de las vacas, las gallinas, los cerdos, los peces, entre otros) han gozado de cierto privilegio porque no son mirados como un bocado apetitoso, sino como un compañero fiel y amoroso que siempre esperará a su humano. Pero también han padecido la insania humana y su consecuente perversidad cuando son entrenados para devorar al enemigo que el humano les indica. El precio de esta condición de no ser devorados, se halla también en la domesticación que incluye la casa convertida en cárcel y la correa con la que, incluso parece sentirse feliz el perro.
A propósito de la muerte de Homero he releído la novela corta de Virginia Wolf Flush que escribió como un divertimento cuando aún no concluía Las olas. Flush (una biografía), es un spaniel que pertenece a la dama inglesa Elizabeth Barreth. No es la biografía de ella, pues la dama es solo un personaje de contexto para narrar la vida de su perro. Importa, sí, miss Barreth, porque sin ella la vida de Flush sería del todo distinta. Virginia Wolf se preocupa por reflexionar sobre el hecho de que el largo aprendizaje de Flush se asemeja por su crueldad a cualquier sistema educativo humano: “La primera lección que aprendió en la escuela —dormitorio— consistió en sacrificar los instintos de su ser”. Wolf afirma en esta bellísima novela la superioridad del perro sobre los seres humanos, en la consideración de que Flush centraba su vida en la revitalización de los sentidos: “El amor, sobre todo, olor; la forma y el color también olor; la música, la arquitectura, la ley, la política, la ciencia, eran olor”. Y también su superioridad sobre los humanos estaba en la incapacidad para expresarse por medio de palabras: “Conocía Florencia como jamás la conoció ningún ser humano, (…) Ni una sola palabra de sus innumerables sensaciones se sometió nunca a la deformidad del idioma humano”.
Vivian miss Barreth y Flush en una compenetración que, sin embargo, les permitía transformarse a cada uno continuamente. Darse sus espacios, considerarse mutuamente en la protección y en el amor.
Coletilla. Bien por la concejala animalista de Bogotá Andrea Padilla, quien consiguió la protección para los animales que son victimas del comercio ilegal, como si no fueran seres sintientes.
El 15 de enero de este año se supo por los medios de comunicación y las redes sociales que Homero, un pitbull, murió asfixiado en la bodega del equipaje de un avión de Easyfly que viajaba de Puerto Asís a Cali. La humana compañera de Homero se llama María Fernanda Echeverry, narró con serena indignación cómo Homero perdió casi todos los dientes en el afán angustioso de escapar del guacal para encontrar espacio y aire durante los 50 minutos del vuelo. Un lacónico comunicado expedido por la aerolínea y el guacal con el cadáver del perro fue la respuesta para María Fernanda Echeverry.
Imagino la angustia del perro e imagino también la de María Fernanda recreando una y otra vez la desesperación de Homero dentro de un guacal que al parecer estaba debajo de un alud de maletas. El acto de imaginar el dolor del otro es una tarea harto difícil para los colombianos y más desde que empezó esta suerte de tercera guerra mundial que es la pandemia por el Covid-19. El nosotros ha desaparecido y ante el desamparo estatal, laboral y, en general, ante este sálvese quién pueda, nos hemos quedado a salvo dependiendo de nosotros mismos.
Si esto ocurre con los llamados humanos, imaginen la situación de los animales. Ellos hacen parte milenariamente de quienes solo han vivido perseguidos, maltratados, enjaulados, cazados, asesinados.
Los perros (a diferencia de las vacas, las gallinas, los cerdos, los peces, entre otros) han gozado de cierto privilegio porque no son mirados como un bocado apetitoso, sino como un compañero fiel y amoroso que siempre esperará a su humano. Pero también han padecido la insania humana y su consecuente perversidad cuando son entrenados para devorar al enemigo que el humano les indica. El precio de esta condición de no ser devorados, se halla también en la domesticación que incluye la casa convertida en cárcel y la correa con la que, incluso parece sentirse feliz el perro.
A propósito de la muerte de Homero he releído la novela corta de Virginia Wolf Flush que escribió como un divertimento cuando aún no concluía Las olas. Flush (una biografía), es un spaniel que pertenece a la dama inglesa Elizabeth Barreth. No es la biografía de ella, pues la dama es solo un personaje de contexto para narrar la vida de su perro. Importa, sí, miss Barreth, porque sin ella la vida de Flush sería del todo distinta. Virginia Wolf se preocupa por reflexionar sobre el hecho de que el largo aprendizaje de Flush se asemeja por su crueldad a cualquier sistema educativo humano: “La primera lección que aprendió en la escuela —dormitorio— consistió en sacrificar los instintos de su ser”. Wolf afirma en esta bellísima novela la superioridad del perro sobre los seres humanos, en la consideración de que Flush centraba su vida en la revitalización de los sentidos: “El amor, sobre todo, olor; la forma y el color también olor; la música, la arquitectura, la ley, la política, la ciencia, eran olor”. Y también su superioridad sobre los humanos estaba en la incapacidad para expresarse por medio de palabras: “Conocía Florencia como jamás la conoció ningún ser humano, (…) Ni una sola palabra de sus innumerables sensaciones se sometió nunca a la deformidad del idioma humano”.
Vivian miss Barreth y Flush en una compenetración que, sin embargo, les permitía transformarse a cada uno continuamente. Darse sus espacios, considerarse mutuamente en la protección y en el amor.
Coletilla. Bien por la concejala animalista de Bogotá Andrea Padilla, quien consiguió la protección para los animales que son victimas del comercio ilegal, como si no fueran seres sintientes.