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Lecciones de Arco

Carlos Granés
06 de marzo de 2015 - 03:28 a. m.

La última edición de la importante feria de arte Arco, en la que Colombia fue el protagonista absoluto, me dejó tres inesperadas lecciones. Las decenas de artistas que participaron en exhibiciones, tomándose los principales espacios de exhibición madrileños, protagonizaron un desembarco en toda regla.

Un desembarco capitaneado por la cultura que abrió espacio y puso una alfombra roja para que llegara la política. Porque tan pronto acabó el despliegue artístico, el presidente del gobierno español publicó un elogioso artículo en el diario El País sobre Colombia, y al día siguiente Juan Manuel Santos llegó a recabar apoyos en España, y por extensión en toda Europa, para el proceso de paz con las Farc. Esa es la primera lección: la cultura fue una esfera independiente de la religión y del poder desde el siglo XVIII hasta, más o menos, los años cincuenta del siglo XX, y hoy es una industria que sirve a la marca país, a la imagen internacional o como prueba de fuerza en el tablero geopolítico.

En una de las exhibiciones tuve una conversación con un coleccionista peruano que, palabras más, palabras menos, me dijo lo siguiente: “Los que sabemos de arte ya no vamos a museos. Ahí está el pasado. Sólo vamos a ferias y bienales”. Otro coleccionista argentino, entrevistado para El País, aseguraba: “He visto artistas, no le doy nombres, que si les compra un gran coleccionista al día siguiente pasan de costar 10.000 a 40.000 euros. El arte se ha convertido en un símbolo de estatus social”. La segunda lección que me deja Arco es que ninguna crítica de arte, ni la más inteligente o documentada, puede contra la billetera de un millonario. Nada que se escriba importa si al mismo tiempo hay un grupo de coleccionistas a la caza de la última novedad. Son ellos los que determinan qué es bueno y qué es malo. Ellos, los curadores y los asesores en banca privada y compraventa de arte (que suelen ser curadores que dejan los museos por los bancos). Como decía el coleccionista argentino, “muchos [artistas] cambian su arte para seguir la moda o los deseos del comisario de turno. Se vuelven como un traje de Carolina Herrera”.

Colombia es un exportador de materias primas y objetos manufacturados, pero no de productos sofisticados o elitistas. La tercera lección que obtuve es que eso empieza a cambiar. Óscar Murillo, la nueva sensación del arte colombiano, entró al mercado del lujo casi sin pasar por el mercado del arte. Sus cuadros no son cuadros. El valor que se paga por ellos los desnaturaliza y los convierte en otra cosa: joyas, productos de inversión, caprichos de multimillonarios. Culpa de él no es, sin duda. Si alguien está dispuesto a pagar medio millón de dólares por un lienzo con la palabra “pollo”, pues bien, allá él. Peores tonterías les compran a los ingleses y a los estadounidenses. Si el dinero está ahí y hay gente dispuesta a malgastarlo, maravilloso que el afortunado sea un compatriota.

Política, dinero e influencia curatorial: todo eso está muy bien si no les restara importancia a las obras. Pero en el mundo del arte actual, estos tres poderes hacen demasiado ruido. ¿Qué pasa con el arte contemporáneo en Colombia? Esa era la lección más importante, pero no me dejaron escucharla.

 

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