Hay dos situaciones de fondo y de forma en la selección de quienes aspiran a ocupar los cargos más significativos de la vida nacional, regional y local: uno, que su elección o su nombramiento sea el resultado de un juicioso análisis de su currículum. Dos, la honradez y la honestidad de la persona. Que sea mujer u hombre, de verdad, es secundario.
La equidad de género se ha desvirtuado, como tantas otras cosas y otros valores, porque se aplica de acuerdo con ciertas circunstancias e intereses. Y se convierte en inequidad cuando se prefiere al varón simplemente por ser varón en lugar de una dama, que casi siempre demuestra mejores calidades y cualidades. Con esto sí que se causa mucho daño e injusticia y se obstaculiza el desarrollo de la mujer, y las más perjudicadas son mujeres cabeza de familia, las que sí necesitan empoderarse.
En principio, cuando la mujer comenzó a irrumpir en todos los ámbitos de la vida nacional, parecía que en adelante sería un estandarte de transparencia y pulcritud. Sin embargo, con excepcionales ejemplos de hombres y mujeres en los sectores públicos y privados, todos los días, con gran tristeza, se descubren corruptas y corruptos; por eso estamos asistiendo al espectáculo que hoy se vive en el Ministerio de las TIC y en otros ministerios, gobernaciones, alcaldías y entidades estatales. Al observar el desempeño de muchos de estos funcionarios se encuentra que tanto ellos como ellas hacen gala directa o indirecta de comportamientos cuestionables o incompetencia.
La corrupción es como el cáncer o el COVID-19: aparece sin distinción de género o raza. Al fin y al cabo, los valores se siembran en los hogares y se afianzan en la escuela, el colegio y la universidad. Ya nos gustaría ver a mujeres en todas las instancias de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial con un comportamiento profesional de absoluta pulcritud. Y a pesar de ser muchas las que han logrado escalar importantes posiciones, son muy pocas las que han demostrado una gran diferencia positiva con sus antecesores varones.
A veces se hace alarde de que una dama llegó a una determinada posición de tradición masculina. Y la decepción es muy grande: politiqueras, envueltas en triquiñuelas, vengativas, insensibles, pero, sobre todo, embriagadas de poder, igual o peor que los hombres. No hay situación más desagradable que tratar a esas personas —de género masculino o femenino— cuya personalidad se transforma al ocupar cargos significativos y solo recobran la humildad cuando las han despojado de poder y privilegios.
Todos, hombres y mujeres, debemos luchar para elegir o para que se nombre en los cargos de gran poder a personas pulcras, éticas y transparentes. ¿Qué ganamos las mujeres con ver en altas posiciones a féminas de cuentas alegres, si ya hemos sufrido lo indecible con varones indeseables e impresentables por cuenta de sus actuaciones corrompidas.
Ana María Córdoba Barahona. Pasto.
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