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“¡Milagro, milagro, milagro!”, fueron las primeras palabras del Ejército cuando encontraron a Lesly Mucutuy (13 años), Soleiny Mucutuy (9 años), Tien Noriel Ronoque Mucutuy (4 años), y Cristin Neriman Ranoque Mucutuy (1 año), los niños perdidos durante 40 días en la selva colombiana. Dijeron “milagro”, por supuesto, porque en este punto encontrarlos con vida era bastante improbable: habían sobrevivido a que se estrellara la avioneta, estaban perdidos en una selva oscura y espesa con jaguares, boas, insectos y lluvia constante. Pero los militares también sabían que el encuentro había sido más que improbable: usaron la palabra “milagro” porque lo sintieron como una intervención divina, un suceso metafísico.
Fidencio Valencia, abuelo de los niños, dijo: “Gracias a toda la gente que oró, que dieron la fe, que dieron todo el amor por ver a los niños vivos y sanos”, haciendo referencia otra vez a una “fuerza metafísica” que deriva de la oración y que no responde a una religión en particular sino que es más bien un gesto humano e intangible de solidaridad. La abuela de los niños, Fátima, le dijo a Lesly que tenía “espíritu de guerrera”. Fabián Mulcue, uno de los miembros de la guardia indígena que hizo parte del equipo de búsqueda, dijo al periodista Daniel Pardo, de BBC Mundo: “Lo que nos decían los abuelos de la comunidad de ellos es que el duende los estaba escondiendo” y que ese duende “es un espíritu que se ve representado en una persona o en un animal. Puede ser cualquier cosa”.
Álex Rufino, indígena ticuna, dijo también a BBC Mundo que entender el hallazgo de los niños como un “milagro” o como un “rescate” o como un logro “heroico” del Ejército Nacional es algo que no tiene sentido para las cosmogonías indígenas: “Nosotros no hablamos de milagros, sino de la conexión espiritual con la naturaleza”, explicó. “Los niños estaban en su entorno, bajo el cuidado de la selva y la sabiduría de años de poblaciones indígenas en contacto con la naturaleza”, dijo. Porque, claro, para la mirada blanco-mestiza la selva era y sigue siendo la adversaria, un lugar misterioso e incomprensible que podía engullir a los niños en sus profundidades. Que los niños hubieran convivido con la selva de otra manera, en armonía y simbiosis, fue clave para su supervivencia: “Nosotros no lo vemos desde el miedo o desde el peligro, sino desde el respeto. Cada centímetro de la selva tiene una espiritualidad que no puedes evadir. Cualquier movimiento implica un diálogo con el chamán, con el espacio. Si no, puede afectar tu salud o tu seguridad”. Rufino, a pesar de tener una mirada del mundo totalmente distinta a la de los militares, vuelve a remarcar lo espiritual, que parece ser el punto común de todas las versiones de esta historia.
Con frecuencia en el mundo moderno se descartan las prácticas espirituales como algo irracional, banal o accesorio, pero no puedo dejar de pensar en cómo, a pesar de tantas diferencias, a pesar de lo improbable de esa alianza entre Ejército y guardia indígena, las prácticas espirituales de cada una de las personas que estuvieron en la búsqueda jugaron un rol clave para mantener la esperanza, construir comunidad y hacer sentido de lo inexplicable. “Cuando ponemos los saberes y las instituciones a trabajar con persistencia al servicio del pueblo podemos solucionar, salvar vidas y construir colectivamente la esperanza”, dijo la vicepresidenta Francia Márquez. Esa construcción colectiva de la esperanza no es posible sin entender y compaginar la inmensa fuerza política que siempre ha tenido esa conexión con la comunidad y con la vida, que a veces llamamos espíritu.
