¿En qué clase de mundo deseamos vivir?

Claudia Morales
04 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

El 15 de octubre de 2017, la escritora canadiense Margaret Atwood recibió el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes. El reconocimiento resalta que, a través de sus escritos, reflexionamos sobre “quiénes somos, dónde estamos y lo que nos debemos a nosotros mismos y a la convivencia pacífica”.

En el discurso que la novelista dio durante la ceremonia de entrega del galardón dijo: “Todo país, al igual que toda persona, alberga un yo noble, ese que le gustaría creer que es, y un yo cotidiano —ese yo ni malo ni bueno que le permite sobrellevar las semanas y los meses de rutina cuando todo transcurre sin contratiempos—, pero también un tercer yo oculto, mucho menos virtuoso capaz de saltar en momentos de amenaza y rabia, y cometer atrocidades”.

El día 2 de 2019, cuando empecé a escribir esta columna, pensé en Atwood porque me siento desesperanzada. Ella, que encuentra en la literatura su forma de narrar la desigualdad del mundo, nos confronta con dos preguntas: ¿en qué clase de mundo deseamos vivir?, o más directo, ¿deseamos vivir? Respondo con certeza la segunda pregunta: sí deseo vivir, pero cuando pienso en ideas para resolver la primera hay desánimo. Imagino un mundo que parece un puñado de arena desvanecido entre mis dedos y siento que la fuerza para crear, individual y colectivamente, queda arrinconada ante el descaro de quienes nos gobiernan y de esas personas que se creen las de bien y con el derecho de eliminar a quien sea diferente a ellas.

Ese país corrompido que comete atrocidades no está en un discurso, está dibujado en Colombia y en vez de preguntarnos quiénes somos, como sugiere Atwood, para cambiar el destino si es que lo estamos haciendo mal —y de hecho sí que lo estamos haciendo mal—, miramos para otro lado mientras algunos se relamen con la guerra y matan la libertad y el pensamiento crítico. A mí me gusta la vida, pero no así, y me duele criar a mi hija, que solo tiene nueve años, en una sociedad que prefiere arriar ovejas y no invitar a la formación de criterio. Para los radicales, los que se creen gente de bien, es preferible un pueblo idiota a uno que piense.

El historiador escocés Thomas Carlyle escribió que “es una pena que hayamos perdido la comunicación con nuestra alma, […] tendremos que volver a buscarla o cosas mucho peores nos habrán de suceder”. Me parece que esa sugerencia es preciosa y va ligada a los interrogantes sobre quiénes somos y dónde estamos. ¿Buscamos esa comunicación?

Como fórmula para el desconsuelo quiero compartirles lo que empecé a hacer: definir al lado de quiénes prefiero seguir la vida y para eso es imprescindible saber qué país sueño. Quiero una Colombia libre de pensamiento, no racista, no homofóbica, no xenófoba, no misógina, que ampare a los niños, que tenga una ética por la naturaleza, que sea empática con las víctimas y capaz de cumplir los deberes. Quiero estar cerca de gente que salga de su zona de confort, que camine los campos, que entienda el sufrimiento, que no vea en las redes sociales la verdad absoluta, que sea creativa, resiliente y que luche por la igualdad.

Por ese camino creo que determinamos quiénes somos y dónde queremos estar. Tal vez así, conectados con las almas propias y las de quienes acarician formas de vida parecidas, también contestemos en qué clase de mundo queremos vivir y cómo podemos empezar a cambiarlo.

Termino con Atwood: “No silenciemos las voces”. Por mi hija, por sus hijos, que esa sea la premisa.

* Periodista. @ClaMoralesM

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