En El Llano en llamas, único libro de cuentos de Juan Rulfo, se describe la reforma agraria de México, que concedió las tierras más áridas a los más pobres, haciéndolos miserables propietarios. En contraste, en Colombia la figura de la propiedad colectiva, creada por la Ley 70 de 1990, ha concedido tierras muy ricas a comunidades afrodescendientes de la cuenca del Pacífico.
No obstante, existe un elemento común en los dos casos. De nada sirve tener títulos de propiedad si no hay acceso a conocimiento, tecnología y capitales, recursos necesarios para realizar proyectos productivos que rompan ciclos de pobreza.
Esos recursos pueden ser proporcionados por la empresa privada. Sería descabellado pensar que un Estado famélico, con finanzas apaleadas por la pandemia y la corrupción, pueda brindar los recursos necesarios, a pesar de que le asista la obligación legal de hacerlo.
¿Por qué la empresa privada no invierte en territorios colectivos? Hay varias teorías que pasan por prejuicios culturales, situaciones de violencia y falta de mano de obra calificada, entre otras.
La realidad es que uno de los mayores escollos para la inversión es la rígida estructura de propiedad. Concretamente, el artículo 7 de la mencionada ley, que establece: “En cada comunidad, la parte de la tierra de la comunidad negra destinada a su uso colectivo es inalienable, imprescriptible e inembargable. Solo podrán enajenarse las áreas que sean asignadas a un grupo familiar, por la disolución de aquel u otras causas que señale el reglamento, pero el ejercicio del derecho preferencial de ocupación o adquisición únicamente podrá recaer en otros miembros de la comunidad y en su defecto en otro miembro del grupo étnico, con el propósito de preservar la integridad de las tierras de las comunidades negras y la identidad cultural de las mismas”.
Los proyectos que realmente pueden transformar la vida de las comunidades son de largo plazo, pues requieren grandes capitales y los retornos tardan en llegar. Es poco probable que un inversionista quiera asumir riesgos si el activo subyacente puede ser extraído del proyecto por decisión exclusiva de un consejo comunitario.
Por el contrario, normas que permitieran la enajenación temporal de la tierra, para los fines específicos concertados entre las comunidades y los inversionistas, seguramente atraerían capitales que apalanquen el desarrollo de una de las regiones más deprimidas del país.
Una fórmula como la planteada, en que la relación empresa-comunidad sea directa, permitiría una discusión abierta sobre los intereses de cada una de las partes y la construcción conjunta de una visión de largo plazo. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con las consultas previas, que terminan siendo un mecanismo de chantaje, en el que las comunidades tratan de extraer lo que más puedan en el corto plazo. Una nueva visión requiere también una nueva actitud y correspondería a los empresarios asumir el reto de acercarse directamente a los territorios y entender las dinámicas que allí se generan, para plantear alternativas que obedezcan a las necesidades e intereses de quienes allí habitan.
La visión de la Ley 70 es limitante y paternalista. Asume que las comunidades son incapaces de tomar decisiones sensatas sobre sus territorios y por tal motivo es necesario limitar la enajenación. Existe otra posibilidad. Goethe dijo: “Trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y debe ser”.
Empecemos a mirar al Pacífico como lo que puede llegar a ser y valoremos lo que es. No subestimemos a su gente.
Un simple ejemplo de cómo ha cambiado en 30 años la realidad de los años 90 es la venta de bonos de carbono, que ya realizan varias comunidades del Pacífico, como la de La Planta en Bahía Málaga, que les permite mejorar el acceso a educación universitaria de sus jóvenes.
Vale la pena abrir el debate.