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“Que no sepa tu mano derecha lo que hace tu izquierda”

Columnista invitado EE
27 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

En 1998 había en Bogotá una sucursal del infierno: la Calle del Cartucho (hoy lastimosamente superada por el Bronx). Fue la época en que se popularizó el uso de la palabra “desechable” para referirse a seres humanos.

En aquel entonces, la Calle del Cartucho estaba abandonada a su suerte y nadie —ni la ciudadanía, ni la empresa privada, ni la Policía, ni otros estamentos estatales, ni las ONG y muchísimo menos aquellos que tiemblan de la indignación con las injusticias sociales (y normalmente el estremecimiento de la indignación de estos seres es proporcional a su inacción frente a aquello que los indigna)— osaba poner un pie allí. Nadie. Sólo la Iglesia católica a través de la comunidad claretiana, en las noches, repartía pan y agua de panela en este averno. Lo hizo durante años. Miembros de la comunidad y poquísimos voluntarios laicos. Nadie más.

Paralelamente a los escándalos de algunos de sus miembros, la Iglesia católica en silencio ha hecho también una labor duradera que ha beneficiado a muchas comunidades, aunque no se suele hacer publicidad de ello: “que no sepa tu mano derecha lo que hace tu izquierda”. Hoy está muy de moda entre los espíritus mezquinos y resentidos, de los que parece estar cada vez más llena Colombia, burlarse, atacar y vilipendiar a la Iglesia católica. A diferencia de otros grupos religiosos como la cienciología, que cuenta con un gigantesco andamiaje legal para blindarla de todo tipo de ataques, la Iglesia católica no se defiende, lo que le da aún más alas a quienes se sienten incluso obligados a “dejarla en evidencia”. Fue triste que no sólo en vísperas de la elección papal, sino justo después de que ésta se produjo, cuando cientos de miles, millones de personas (personas en su mayoría buenas, honestas) se alegraban, celebraban y renovaban su fe, otras muchas las ridiculizaban y aprovechaban la ocasión para vomitar su rencor frente a la institución. El oportunismo es una de las manifestaciones más evidentes de la vulgaridad.

Aunque no seamos religiosos, buena parte de lo que somos ha sido moldeada por el catolicismo, pues nuestros valores nos fueron legados por nuestra madre, por aquellos quienes aún tienen la gran ventaja de tener fe y de tratar de vivir conforme a mandatos —absurdos quizás para usted o para mí— que en su abrumadora mayoría no son negativos para el devenir social.

Personalmente, hace tiempo que dejé de ser católico, pero quiero a mi madre, honro la memoria de mis antepasados y conozco demasiadas obras y personas católicas que son buenas y bondadosas. La creencia, aquella que valoro, defiendo y hasta envidio, está también basada en el respeto por la institución y sus jerarquías. Para mí no puede haber respeto por las personas si no se respetan también sus creencias en su totalidad.

Bien podría valer esta semana —si no santa, sí de reflexión— para respetar las creencias de los otros y para encarecer obras de una institución que, si en otros aspectos resulta criticable, sigue untándose las manos para ayudar a los necesitados que no ayuda una sociedad que está más dispuesta a afectar indignación que a brindar una mano.

 

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