Las palabras crean realidades. Nos hablan de la madre, de la comida, de la cueva. Imaginan paraísos y van estableciendo las normas. Son como los espejos de agua cuando se diluyen una vez nombrados.
Las palabras construyen un lugar que es cómodo y que con el fuego atraviesan lo más difícil. El cuenco de una palabra es lo que nos sostiene cuando se derrumban las cuatro paredes. Reflejan el ocio, el conocimiento inútil y lo superfluo.
Y también son música, bestialidad y dolor. Son la muerte y el terror o el vacío de un adiós. Son la corriente y la tormenta, el rayo y la oscuridad. Amanecen con el olvido, la tortura o el suicidio. Las palabras son una vida derrochada y el todo de quien nos mira. Somos las palabras de una pena de muerte y, muchas veces, lo inocuo de un sueño o lo abyecto de un abandono. Toda palabra contiene un extremo de felicidad, de sensualidad o indulto.
Las palabras tienen sus rituales cuando nacen. Son el espejo que trae oraciones, invoca presencias y ahuyenta los malos genios. Generan incertidumbres y se vuelven universos en las encrucijadas. Son lo desconocido. Buscan el amor, la entrega, y cuando dan, renacen. En ocasiones se mezclan con la compasión y la fe para convertirse en cárcel y dogma. También el nirvana es una palabra, y la flor de oro, otra. Pero cuando hablan del paisaje, anudan corazones y reciclan los odios. Son la poesía y los lujos de los deseos. Una palabra es un suspiro.
Las palabras son transmutación y alquimia de otro siglo, como cuando la plata y el oro viven en el retrato de un deforme. Hay que tener una palabra, un sortilegio y un tarot para ver los tonos y los colores del arcoíris más real. Las palabras son el río, el tiempo y el tigre. Somos las palabras que no, existen además de las que se intuyen. Somos las sílabas del buda, el cristo y la monja. Las palabras son miel, piedras preciosas y el azul violeta de un amanecer. Las palabras son el viento, un poema y un beso. Diosa es la palabra.
Y las palabras propias se llenan de fantasmas, celos, terror y locura. Son la saliva, el fluido y el sudor de un orgasmo que no es vocablo. Las palabras que nos persiguen son condenas que han vivido demasiado y se resisten a morir. Son los opuestos, el imán y un sol frío. Son el arte, la alegría y la belleza. Las palabras vienen con los pequeños instantes que se quedan bajo llave en la memoria de la historia y el olvido. Las palabras son guerras que se resisten a morir y las que nunca volverán. Toda palabra renace y vuelve a crear. Cada palabra es el eterno derecho a la vida.
otro.itinerario@gmail.com
Las palabras crean realidades. Nos hablan de la madre, de la comida, de la cueva. Imaginan paraísos y van estableciendo las normas. Son como los espejos de agua cuando se diluyen una vez nombrados.
Las palabras construyen un lugar que es cómodo y que con el fuego atraviesan lo más difícil. El cuenco de una palabra es lo que nos sostiene cuando se derrumban las cuatro paredes. Reflejan el ocio, el conocimiento inútil y lo superfluo.
Y también son música, bestialidad y dolor. Son la muerte y el terror o el vacío de un adiós. Son la corriente y la tormenta, el rayo y la oscuridad. Amanecen con el olvido, la tortura o el suicidio. Las palabras son una vida derrochada y el todo de quien nos mira. Somos las palabras de una pena de muerte y, muchas veces, lo inocuo de un sueño o lo abyecto de un abandono. Toda palabra contiene un extremo de felicidad, de sensualidad o indulto.
Las palabras tienen sus rituales cuando nacen. Son el espejo que trae oraciones, invoca presencias y ahuyenta los malos genios. Generan incertidumbres y se vuelven universos en las encrucijadas. Son lo desconocido. Buscan el amor, la entrega, y cuando dan, renacen. En ocasiones se mezclan con la compasión y la fe para convertirse en cárcel y dogma. También el nirvana es una palabra, y la flor de oro, otra. Pero cuando hablan del paisaje, anudan corazones y reciclan los odios. Son la poesía y los lujos de los deseos. Una palabra es un suspiro.
Las palabras son transmutación y alquimia de otro siglo, como cuando la plata y el oro viven en el retrato de un deforme. Hay que tener una palabra, un sortilegio y un tarot para ver los tonos y los colores del arcoíris más real. Las palabras son el río, el tiempo y el tigre. Somos las palabras que no, existen además de las que se intuyen. Somos las sílabas del buda, el cristo y la monja. Las palabras son miel, piedras preciosas y el azul violeta de un amanecer. Las palabras son el viento, un poema y un beso. Diosa es la palabra.
Y las palabras propias se llenan de fantasmas, celos, terror y locura. Son la saliva, el fluido y el sudor de un orgasmo que no es vocablo. Las palabras que nos persiguen son condenas que han vivido demasiado y se resisten a morir. Son los opuestos, el imán y un sol frío. Son el arte, la alegría y la belleza. Las palabras vienen con los pequeños instantes que se quedan bajo llave en la memoria de la historia y el olvido. Las palabras son guerras que se resisten a morir y las que nunca volverán. Toda palabra renace y vuelve a crear. Cada palabra es el eterno derecho a la vida.
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