Ciudades sin pasado

Eduardo Barajas Sandoval
26 de junio de 2018 - 06:00 a. m.

De vez en cuando aparece la idea de construir de la nada una nueva urbe, como expresión magnificada de la creatividad humana, contra la tradición del crecimiento de las ciudades al ritmo de las relaciones sociales. Por lo general, todo gira alrededor de la idea de establecer, como quien escribe en página en blanco, una nueva sede para el ejercicio del gobierno. Así que en muchos casos se trata de la realización de sueños de conquistadores, o gobernantes, que desean dejar su marca para la historia. Aunque en ocasiones solo se busca salir de un tajo de los problemas insolubles de las ciudades existentes.

El sueño de la ciudad ideal, armada súbitamente, sin esperar a que sea fruto de un largo proceso natural, se ha hecho presente en todos los continentes. Así aparecieron Constantinopla, Alejandría, Kyoto, Bagdad, Ayuttaya, Abuja, Mandalay, Canberra, Nueva Delhi, Islamabad, Gaborone, Brasilia y Putrajaya.

El destino de todas esas fundaciones presenta un abanico amplio de anhelos, conquistas y desencantos. El emperador Akbar movió la capital de los Mogul de Agra a Fatehpur Sikri, una ciudad inventada que abandonó quince años después. Los venecianos construyeron Palmanova, en el Siglo XVI; una ciudad en forma de estrella que presumían perfecta, que sirvió de fortaleza para impedir el éxito de los ataques otomanos y otros depredadores, pero que no despertó interés de habitarla, al punto que el gobierno resolvió ofrecer beneficios a los delincuentes para que se fueran a vivir a ella.

Pedro el Grande plasmó su sueño de contar con una capital construida a su medida en un rincón del Báltico, y de allí surgió San Petersburgo, a orillas del Neva, que perdura y crece en los fríos del Golfo de Finlandia. Adelaida fue construida bajo planes como capital de los australianos del sur, y adquirió vida propia. Origen y destino similar tuvo Canberra, capital de toda Australia. Brasilia surgió en medio de la nada y ya casi tiene personalidad propia. Los indios construyeron Chandigarh como capital del Punjab y se pudo sostener, lo mismo que Islamabad, hecha a la medida por los pakistaníes para alejar el gobierno del peligro de posibles ataques a Karachi desde el Mar de Arabia y fortalecer la presencia del Estado en el norte del territorio.

Como la tendencia no desaparece, en Abu Dhabi tratan de construir Masdar City. En India terminaron una reproducción de Portofino que han dado en llamar Lavasa, con edificaciones italianas puestas en orden inverosímil sobre un lago de artificio. Y los coreanos terminaron la construcción de Songdo, donde los trayectos entre servicios y residencias son similares en todas partes, las basuras desaparecen succionadas con destino a su procesamiento, el agua servida es reciclada y las redes electrónicas detectan y solucionan cualquier tipo de problema; todo bajo premisas de perfección que hacen añorar los vicios y defectos de las ciudades de verdad. Por eso, tal vez, va a ser difícil poblarla.

El Presidente Abdel Fattah el-Sisi quiere repetir en Egipto la hazaña del Faraón Akenatón, que mandó construir la ciudad de Amarna como capital de su imperio, mil trescientos años antes de Cristo. Después de más de un milenio como centro del poder, El Cairo, con sus casi veinte millones de habitantes y su desorden legendario, se verá reemplazada por una nueva ciudad, que se construye cuarenta kilómetros al oriente, más cerca de la entrada al Canal del Suez por el Mar Rojo. El nombre de la nueva urbe no se conoce todavía, pero en cambio sí es bien sabida la motivación del cambio: escapar del caos de la actual metrópoli, y gobernar desde una ciudad que de una imagen diferente del Estado egipcio.

El problema común a las ciudades hechizas es que no tienen pasado. Por eso cuando están para estrenar producen un miedo parecido al del abandono a la entrada de un desierto, que no ofrece los referentes que suelen existir en torno a lo que otros han hecho. Entonces es cuando se pone en evidencia la desconexión entre las ideas, y las ilusiones, de los que las planearon y los que las van a habitar y a vivir.

Lo anterior significa que tienen el reto de darle contenido a un futuro incierto, que es preciso construir sobre la base de un pasado inexistente. Por lo tanto, al tratarse de artificios, nacen sin vida, sumergidas en un tiempo desconocido, y es preciso que llegue la gente a ponerlas al día, a darles vida y a imprimirles ese carácter que todas las ciudades del mundo tienen y que se fundamenta y expresa en claves difíciles de identificar, pero que a cada una le dan su temperamento, que es lo que atrae para que se les pueda querer.

Las claves del tono de cada ciudad provienen entonces de la acumulación de la actividad humana. Porque lo que se inventan de nuevo son los edificios, que son muy poco mientras no llegue el hombre a formar una sociedad, traiga sus redes y trate de imponer en el respectivo espacio sus costumbres, sus defectos, y su forma de relacionarse con la naturaleza. Aspectos todos que no puede prever ningún gobernante, que seguramente se preparó para otras cosas y llegó al poder por motivos diferentes de la experticia en engendros urbanos, cuyo destino mamás podrá controlar como quisiera.

Y es que nadie se puede inventar de un momento a otro la pátina, que en el caso de las ciudades tiene el encanto de la decadencia de los barrios viejos, que guardan el sabor de la historia, no solo en las dimensiones ostensibles de las pompas del poder, sino en las manifestaciones profundas de la vida cotidiana y en las formas populares de divagar, alimentarse y divertirse. Así que las ciudades nuevas nacen por lo general insaboras, inodoras, tristemente artificiales, y solo pueden llegar a sobrevivir si, por fin, se van acumulando en ellas los aditamentos desordenados e imprevisibles, fruto del capricho de la condición humana.

Y si se trata de escapar de los problemas, un viejo poema de Cavafis, el poeta de Alejandría, advierte que la ciudad se lleva dentro y que, vaya uno donde vaya, se la lleva consigo, con sus virtudes y defectos. Así que a la impoluta ciudad del faraón de turno llegarán, tarde o temprano, el mismo desorden, la mugre y el ruido de El Cairo, que es lo que le da sabor a la forma egipcia de vivir las ciudades. Porque lo único que no puede hacer nadie es erradicar o reemplazar sin fundamento la fuerza popular de la vida urbana.

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